¿Qué queda del legado sabiniano en el nacionalismo vasco de nuestros días? Éste no suele esgrimir abiertamente las dos bases sustanciales del aranismo, la raza y la religión, si bien permanece en cierta medida el etnicismo. Perviven otros dogmas del ideario: la visión mitificada de la historia del pueblo vasco, el antagonismo maniqueo Euskadi/España y la concepción esencialista y patrimonial de Euskadi.
Hace un siglo, el 25 de noviembre de 1903, falleció en su casa de Pedernales/Sukarrieta (Vizcaya) Sabino Arana, el padre fundador del nacionalismo vasco, al cual dotó de un partido (el PNV), una doctrina (el aranismo) y varios periódicos de vida efímera, así como de unos símbolos (la bandera bicrucífera, el nombre ‘Euzkadi’ y el himno ‘Gora ta gora’), que con el tiempo fueron transferidos del movimiento nacionalista a la sociedad vasca en su conjunto.
Su muerte prematura, con tan sólo 38 años de edad (había nacido en Abando en 1865), su carisma personal, la persecución que padeció (estuvo preso en la cárcel de Bilbao varios meses en 1895 y en 1902) y el esencial componente religioso de su doctrina fueron factores que contribuyeron a su inmediata mitificación e incluso santificación por sus seguidores, quienes vieron en Sabino Arana a una especie de profeta enviado por la Providencia divina para salvar al pueblo vasco política y religiosamente, hasta el punto de que algunos de los más exaltados llegaron a compararle con Jesucristo: «Un Jesús vasco» (‘Joala’).
Este fenómeno de la sacralización de Arana contribuyó a que el PNV considerase intangible su doctrina. De ahí que durante el primer tercio del siglo XX el manifiesto político del PNV, aprobado en 1906 y ratificado en 1930, se limitase a sintetizar el aranismo por medio de su lema ‘Dios y Ley Vieja’, esto es, la religión católica en su visión tradicionalista y los Fueros en su interpretación histórica de independencia del País Vasco.
Las ideas políticas de Arana se convirtieron en dogmas de fe para los nacionalistas, que muy pocos se atrevían a cuestionar so pena de quedar excluidos de la comunidad nacionalista construida en torno al PNV. Tales fueron los casos de los nacionalistas heterodoxos Francisco de Ulacia, escritor anticlerical que criticó el «lastre integrista» del «nacionalismo religioso» ya en 1906, y Eduardo de Landeta, a quien he denominado «Bernstein del aranismo» por sus ideas revisionistas en su conferencia ‘Los errores del nacionalismo vasco y sus remedios’ (1923), en la cual se preguntaba: «¿Hasta cuándo los nacionalistas vascos van a conservar insepulto el cadáver y las prácticas de Sabino de Arana y Goiri?».
Ocho décadas más tarde, la cuestión de Landeta continúa siendo pertinente hoy en día, en la medida en que Arana no sólo sigue vivo ideológicamente, sino que pesa políticamente en la Euskadi actual. En este sentido, se trata de un caso singular dentro de los movimientos políticos y sociales contemporáneos: el nacionalismo vasco tiene en su origen un único padre y éste continúa siendo su ideólogo más influyente al cabo de un siglo de su fallecimiento.
En efecto, en la actualidad no sólo el PNV sino el conjunto del nacionalismo vasco ha vuelto a ser aranista, sobre todo desde la desaparición de la corriente heterodoxa, encarnada por ANV en la República y la Guerra Civil y por Euskadiko Ezkerra en los años ochenta y primeros noventa. Por eso, en un libro reciente me refiero al «eterno retorno de Sabino Arana», que constaté para la II República y que resulta evidente desde la celebración del centenario del PNV en 1995 con su solemne juramento de «fidelidad a la causa del pueblo vasco». Dicho retorno de la ortodoxia aranista explica en parte su radicalización en el último lustro, al intentar realizar el proyecto independentista de su fundador.
Sin embargo, la figura de Sabino Arana es más compleja y menos monolítica de lo que suelen creer sus partidarios, pues en tan sólo diez años de vida política discurrió por tres etapas bien distintas, que nos permiten a los historiadores distinguir el primer Arana, el doctrinario radical e integrista de 1893 a 1898, del segundo Arana, el político pragmático y diputado provincial de 1898 a 1902, y, sobre todo, del último Arana con su enigmática «evolución españolista» en 1902-1903.
Es cierto que fue en su primera etapa cuando elaboró su doctrina «racial-integrista» (J. J. Solozábal) de la nación vasca, sustentada en los pilares de la raza y la religión, que excluía no sólo a los inmigrantes sino también a los vascos liberales, republicanos o socialistas. En realidad, en la Euzkadi concebida por Arana sólo cabrían los vascos que comulgasen con su lema ‘Dios y Ley Vieja’. Además, su independentismo se basó en una visión inventada de la historia vasca, que arrancaba de la apócrifa batalla medieval de Arrigorriaga y culminaba con su interpretación de la famosa ley de 1839 como el fin de la independencia milenaria de los territorios forales, conquistados, según él, por el Estado liberal español al término de la primera guerra carlista.
Una consecuencia fundamental de estas ideas fue el furibundo antiespañolismo de Arana, cuya manifestación más virulenta fue su antimaketismo o desprecio de los trabajadores inmigrantes llegados a Vizcaya al calor de su revolución industrial en los decenios finales del siglo XIX. Del origen familiar carlista de Arana (su padre fue un vencido en la última guerra carlista) y de su mentalidad tradicionalista procedía su intenso antiliberalismo, asumiendo que «el liberalismo es pecado». Por ello, Sabino Arana se definió «anti-liberal y anti-español» en el primer número de su periódico ‘Bizkaitarra’ (1893-1895).
El movimiento pendular del PNV comenzó con su fundador en 1898, cuando admitió en su partido al grupo fuerista de Ramón de la Sota y con su ayuda salió elegido diputado provincial de Vizcaya por Bilbao. Desde entonces, el ideólogo radical fue sustituido por el político pragmático, cuya primera moción a la Diputación proponía la creación de un «Consejo Regional», apenas una tímida Mancomunidad de las diputaciones vascas.
Al mismo tiempo, en el pujante Bilbao finisecular Arana abandonó su antiindustrialismo y se contagió de la ‘fiebre de oro’ invirtiendo en empresas capitalistas con minas sitas en Cáceres. Esta ‘evolución industrialista’ precedió a su controvertida ‘evolución españolista’, formulada en 1902, que implicaba la renuncia a la independencia de Euskadi y la asunción como meta de «una autonomía lo más radical posible dentro de la unidad del Estado español». Pero dicha evolución, apoyada por el grupo de Sota, que quería seguir la vía regionalista de la Lliga catalana, se truncó sin consumarse por la temprana muerte de Arana, pues su sucesor, el antievolucionista Ángel Zabala, enterró la ‘evolución españolista’ junto con el cadáver del fundador del PNV, partido que nunca la aceptó.
¿Qué queda del legado sabiniano en el nacionalismo vasco de nuestros días? Éste no suele esgrimir abiertamente las dos bases sustanciales del aranismo, la raza y la religión, si bien permanece en cierta medida el etnicismo. Pero perviven otros dogmas del ideario de Sabino Arana entre los dirigentes y las bases nacionalistas, principalmente estos tres: la visión mitificada de la historia del pueblo vasco, el antagonismo maniqueo Euskadi/España y la concepción esencialista y patrimonial de Euskadi.
En suma, con la vuelta a sus orígenes, el PNV pretende hacer realidad en los albores del siglo XXI la utopía política del primer Arana de finales del XIX: la Confederación euskeriana independiente, olvidándose de su evolución desde 1898 hasta 1903. Pero sobre todo no tiene en cuenta que Euskadi se ha construido a lo largo del siglo XX como una sociedad plural y heterogénea, fruto del pacto entre nacionalistas y no nacionalistas, pacto que se plasmó primero en el efímero Estatuto de 1936 y especialmente en el Estatuto de Gernika de 1979, el logro político de mayor trascendencia del País Vasco contemporáneo.
Al cumplirse el centenario de la muerte de su fundador, cabría preguntarse por qué el PNV continúa teniendo como referente histórico fundamental a una personalidad tan integrista y antiliberal como Sabino Arana, en lugar de sus dirigentes democristianos y europeístas José Antonio Aguirre, el primer lehendakari, y Manuel Irujo, el ministro de la República española, a mi juicio sus líderes más relevantes del siglo XX y de los pocos que ha tenido con talla de estadistas.
José Luis de la Granja Sainz, catedrático de Historia Contemporánea en la UPV. EL DIARIO VASCO, 25/11/2003