El retorno del ‘antifranquismo’

MANUEL MONTERO, EL CORREO 30/05/2013

· El neoantifranquismo no se opone al franquismo, que desapareció hace tiempo, sino que cuestiona las bases consensuadas de la democracia nacida en la Transición.

Uno de los fenómenos más preocupantes de los últimos años es el resurgimiento del ‘antifranquismo’. Consiste en mencionar una y otra vez al franquismo como el gran adversario político, elaborar un discurso propio de las postrimerías de la dictadura y adoptar la pose de luchador antifranquista… casi cuatro décadas después. Ha dado en emblema de la sedicente progresía.

Este antifranquismo sobrevenido es capaz de puerilizarnos políticamente y de hundirnos en una ciénaga ideológica pleistocénica. Presenta un problema de raíz: el neoantifranquismo no se opone al franquismo, que desapareció hace tiempo, sino que cuestiona las bases consensuadas de la democracia nacida en la Transición. Lo hace, además, adjudicándose una especie de superioridad moral y menospreciando a cualquiera que discrepe de sus ocurrencias –véase la de fijar el 18 de julio como ‘día contra el franquismo’, un dislate anacrónico–. En su discurso todos pueden dar en franquistas, menos los neoantifranquistas; la derecha lo es, íntegramente y siempre (en el diccionario del perfecto antifranquista no cabe la eventualidad de una derecha que no lo sea); pero según los casos lo es quien no exprese pasiones republicanas, quien discrepe del corporativismo sindical o el que crea que los asesinos deben ser detenidos y cumplir su condena (‘tardofranquistas’, sic). El antifranquismo a cuatro décadas vista es escrupuloso analizando el ojo ajeno.

Tiene éxito, pues la izquierda española, acomplejada, suele caer en el juego. Por su levedad ideológica resulta incapaz de marcar distancias con cualquiera que se diga progresista, no digamos antifranquista. Eso, si no se encarga de impulsar los desatinos seudoprogres, lo que ocurre con frecuencia.

Esta historia resulta paradójica. Las alusiones al franquismo fueron desapareciendo de la vida pública española durante los años ochenta, resultaron muy escasas en los noventa (con una excepción que luego se menciona) y surgieron en la siguiente década con creciente firmeza. Lamentablemente, ahora es uno de los hilos conductores de nuestro debate público. Dicho de otra forma: hace más de veinte años la democracia creyó que había cosas más importantes que pensar en el pasado. Luego, cuando ZP, llegó el intento de arreglar la historia. Ahí empezó todo.

El antifranquismo ha adquirido fuerza conforme el franquismo se aleja en el tiempo –salvo la gente de 95 años para arriba, el resto ha vivido más tiempo de su vida adulta después de Franco que en la dictadura–. Y no vale imaginar que se debe a que se va perdiendo el miedo, pues cualquiera que haya vivido estos años sabe que tal presunción es superchería victimista. No había en los ochenta o noventa impedimentos para la crítica a la dictadura. Lo prueba una circunstancia: en el nacionalismo vasco ese fenómeno, la mayor presencia del franquismo en el discurso según pasaban los años, se produjo tempranamente. El PNV fue un precursor: anticipó lo que sucedería después en otras fuerzas que se predican progresistas. Probablemente el nacionalismo evocaba el franquismo para recrear una opresión nacional a medida que desaparecía la vivencia represora. Esta explicación no parece válida para el nuevo antifranquismo.

Más bien hay que mirar al vaciado ideológico de la izquierda, incapaz de modernizarse, de hacer propuestas nítidas para una sociedad compleja. Aferrada a imaginarios obreristas y sesentayochistas, el revival antifranquista se convierte en un asidero cómodo, una especie de cobijo político que ahorra esfuerzos intelectuales. Otorga la convicción de primacía ética, aire de progresismo y una especie de sobrelegitimidad que facilita vegetar ideológicamente. Mejor aún: este discurso permite ir de luchador contra la dictadura cuando ésta no existe y crearse una memoria heroica, un pedigree de todo a cien: lo cual tiene que resultar reconfortante, sentirse como en peligro sin tenerlo. Es como montarse en un simulador de Fórmula 1: puedes experimentar la emoción de correr al máximo sin riesgos si te la das.

Tiene la ‘ventaja’, además, de centrar el debate en circunstancias remotas, siempre más fáciles que afrontar los problemas del día. En realidad, los que durante el franquismo pudieron tener alguna conciencia o actividad política –pongamos desde los 16 años, precocidades impostadas al margen– andamos hoy de 55 para arriba. Ojalá el antifranquismo hubiese tenido tanta fuerza en tiempos de Franco: otro gallo hubiera cantado. Y ya que por edad la mayoría de los antifranquistas de hoy en día no pudieron llegar, hasta pudieron aprovechar su afán democrático para oponerse a la barbarie que ha afectado a nuestra generación, cuando ETA amenazó de lleno a los vascos y a todos. Hay que reconocerlo: las tomas de postura al respecto fueron tardías y a cuentagotas. Nada que ver con el entusiasmo antifranquista que inunda los discursos progresistas. Por lo que se ve, se prefiere corregir la historia que mejorar el presente. Es más cómodo.

El neoantifranquismo destaca por su simpleza doctrinal, la pretensión de autenticidad histórica y la concepción instrumental de la democracia, así como la apología de los grandes colectivos imaginarios a los que se llama pueblo.

Se dirá que todo esto caracterizó también al antifranquismo que se opuso a Franco. Es cierto, pero entonces la clandestinidad impedía matices y sofistificaciones intelectuales, al margen de que le asistía el valor ético y político de la lucha contra la dictadura.

En una democracia, una ideología de este tipo es otro cantar. Dar gato por liebre, pongamos.

MANUEL MONTERO, EL CORREO 30/05/2013