Mayte Alcaraz-El Debate
  • En el Supremo, Don Felipe tendrá que estrechar la mano –como se vio obligado a hacer el martes en La Zarzuela– a un presunto delincuente que, para defender su silla, se llevó por delante los derechos de la pareja de una adversaria del líder socialista

Don Felipe no puede hacer otra cosa que presidir hoy a mediodía la apertura del año judicial. Feijóo sí puede negarse como decidió hacer en julio y no dar carta de naturaleza a un apestado institucional. Pero Don Felipe no puede elegir, así que se trasladará en coche al palacio de Las Salesas, sede del Tribunal Supremo, para encabezar un acto de Estado que, hasta la llegada de Pedro Sánchez, se caracterizaba por la etiqueta institucional, la lectura de la memoria judicial por parte del presidente del CGPJ y del fiscal general, los discursos que demandaban más inversión en medios para la justicia y las reivindicaciones profesionales de jueces y fiscales. Hoy, como consecuencia de una situación que va degenerando, como diría el banderillero de Belmonte, habrá entre los presentes un procesado, es decir, un investigado sobre el que existen sólidos indicios de que ha cometido un delito y por eso está a punto de sentarse en el banquillo acusado de revelación de secretos. Podría ser el encausado un auxiliar judicial, o un secretario de Estado, o incluso un ministro, pero no, el procesado es nada menos que el fiscal general del Estado. Borracho de mitomanía, Álvaro García Ortiz decidió un día de la primavera del año pasado airear documentos protegidos de la relación con la Fiscalía de un particular para avenirse a reconocer sus delitos y aminorar su pena. Si ese expediente tenía que ser protegido por alguien era por el Ministerio Público. Pero su titular decidió «ganar el relato» para su señorito. Consecuencia: hoy para los demás fiscales, su figura es indistinguible en la nómina de choricetes con los que tropiezan a diario.

En el Supremo, Don Felipe tendrá que estrechar la mano –como se vio obligado a hacer el martes en La Zarzuela– a un presunto delincuente que, para defender su silla, se llevó por delante los derechos de la pareja de una adversaria del líder socialista. De todos los caminos que pudo elegir el fiscal general para pasar a la posteridad eligió el más directo y abyecto: ponerse a delinquir. Ya había sido declarado inadecuado para el puesto por desvío de poder, y una vez en el cargo se ha ocupado de confirmar uno por uno todos los recelos que sus compañeros albergaban sobre él. Bueno, los ha multiplicado con creces.

Oficialmente, el fiscal es la autoridad pública encargada de impulsar la acción de la justicia en defensa de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos. Pero Ortiz hizo justo lo contrario y, entre sus fechorías se cuenta que se negó a contestar a las preguntas del juez y antes, borró todos los mensajes que le podían incriminar. Porque si estás al servicio de Pedro Sánchez tu probidad ni siquiera se te supone: lo que tienes que hacer es cortar cabezas, atropellar derechos, mentir, pisotear reputaciones, en fin, enfangar tu cargo en pro de un prepotente. No hay término medio.

Hoy su carrera ha terminado y él está muerto, aunque no lo sepa, y siga sonriendo bobaliconamente como si fuera la Pantoja o Julián Muñoz ante los reporteros asfálticos. El que juró servir a la justicia es hoy un vulgar servidor del poder. Con su bilocación tenemos en la misma persona al fiscal y al reo, al garante de la ley y al delincuente; al alguacil y al alguacilado; un extravío institucional con el que ha de coadyuvar el jefe del Estado, que se debe a sus obligaciones constitucionales, entre las que no está declinar la presidencia de este acto. Otro mal trago de los muchos que ha tomado el Monarca desde que un desleal entró en el Palacio de La Moncloa.

Lo de hoy en el TS es una trampa a Felipe VI. Pocos jefes de Estado europeos –si es que hay alguno– se tienen que enfrentar a circunstancias tan extremas como las que un Gobierno como el de Sánchez aboca al Rey. Y todo, después de multitud de feos protocolarios, la suspensión de los despachos entre ambos, a los que manda Moncloa a Bolaños, y de una inquina difícilmente disimulable de Pedro al Monarca –sobre todo tras su paso por Paiporta, uno de los actos soberanamente más humillantes y amargos que flamean en el ego de este presidente. El protocolo, además, ubicará a Don Felipe junto a quien dentro de pocos meses ocupará el banquillo de los acusados del Tribunal Supremo. El sanchismo ha maquinado conscientemente esta aberración. Hay diez vocales del CGPJ que intentan evitar eso y que Bolaños, que insulta a la magistratura día sí y día también, acuda. Pero no es el Rey el que debe hacerlo. Él, no.