IGNACIO CAMACHO-ABC
«Abstención técnica» lo llama. Es decir, gratis, a cambio de nada. Porque sí, porque él lo vale, por su bella cara
HA estado inteligente Rivera al fabricarse in extremis una coartada, siquiera táctica, para escapar de la presión a que llevan tiempo sometiéndolo eso que en el lenguaje anglosajón se conoce como sus stakeholders: sus grupos de interés, sus sectores de apoyo, su clientela natural de clases medias moderadas, empresarios y todo ese conglomerado de liberalismo y socialdemocracia que confió en Ciudadanos como partido-bisagra. La oferta de colaboración condicional en la investidura le permite al fin meter baza, recuperar la iniciativa y desenmascarar el ventajismo de Sánchez al obligarlo a aclarar que la abstención que reclama al centro-derecha es a cambio de nada: porque sí, porque se la merece, por su bella cara. «Abstención técnica» lo llama con esa desfachatez suya tan extraordinaria. Lo que significa que todos los demás le han de dar paso libre porque ha sido la candidatura más votada mientras él se siente autorizado para hacer lo contrario en un territorio tan políticamente delicado como Navarra.
Hay que reconocer que el presidente es imbatible a la hora de ponerse estupendo. Tiene un concepto providencial de sí mismo superior incluso al de Zapatero. Se necesita mucho descaro, una dosis sensacional de atrevimiento, para faltarle el respeto a la oposición exigiéndole que lo invista sin contrapartidas, como quien hace valer un derecho, después de haberle ofrecido a Podemos una vicepresidencia y tres ministerios más un programa económico con una notable subida de impuestos. O para pasarse cuatro meses culpando a todo el mundo de un fracaso que le compete por entero y de una decisión, la de repetir las elecciones, que con alta probabilidad tomó desde el primer momento. Y aún se reserva la expectativa de un postrer golpe de efecto. En el poder ha sucumbido al síndrome del manejo de los tiempos, ese tópico con que los gobernantes se llegan a creer los amos del universo, los inventores del hilo negro, los supremos creadores de las reglas del juego. Se ve como el rey del mambo, el pícaro despierto, el galán risueño que domina el salón de baile con su ritmo retrechero.
Ante un personaje de esta clase, Rivera necesitaba defender su espacio, emprender su propio rescate. Tenía que mover pieza para no parecer encogido ni irrelevante. Y no lo ha hecho mal, aunque acaso tarde. Ha esperado a que el tiempo se agotase, a costa de un alto desgaste, porque de haber planteado su propuesta antes se arriesgaba a exponer sus contradicciones a un incómodo debate. De cualquier modo, él sabe que se trata de una comedia de papeles superficiales que sólo cobrarán sentido cuando empiece la segunda parte. Una farsa en la que hasta el Rey ejerce de mero figurante, obligado por sus estrictos límites constitucionales a contemplar en sitio de privilegio las idas y venidas de Sánchez por un escenario que, pese a su arrogancia de divo, le queda grande.