EL ECONOMISTA 09/06/14
NICOLÁS REDONDO TERREROS
Las instituciones públicas siempre han necesitado fuentes de legitimación. Primero la religión, posteriormente las tradiciones, ambas han sido las fuentes de legitimación más frecuentes en la historia de la humanidad. La Ilustración vino a arrumbar con la religión y con el pasado para dar primacía a la voluntad de la nación expresada a través de los votos de los ciudadanos como causa de legitimación de las instituciones públicas; pasamos de esta forma del tiempo de creer al tiempo de convencer, del periodo violento en el que se imponían leyes, normas y comportamientos en aras al pasado «porque siempre fue así», a los tiempos en los que era imprescindible convencer a los ciudadanos, cada vez más libres de miedos y de ignorancia.
Pero en el mismo momento en el que era imprescindible persuadir a los ciudadanos, se abrió paso la necesidad de encontrar, de suponer por lo menos, la utilidad de las instituciones, de las leyes. Con la legitimación formal que imponía la expresión de la voluntad popular, la necesidad de demostrar la utilidad se convertía en una legitimación de hecho.
La historia del hombre se mueve como las mareas que devuelven mansamente a la orilla los objetos sustraídos anteriormente en pleamares más intensas, haciendo posible la convivencia de realidades distintas y que pueden parecer antagónicas a primera vista o desde un plano teórico, pero que en la práctica son integradas en diferentes grados por el ser humano.
Por ejemplo, la Monarquía, en un principio sostenida por la creencia generalizada de que el monarca solo dependía de Dios, necesitó según se iba debilitando tal justificación, la tradición para mantener su vigencia y aun así, pasado el tiempo tuvo que ser sometida a la voluntad de los ciudadanos. Convivieron entonces la tradición y la democracia como fuentes legitimadoras de los reyes europeos, con diversa importancia según el tiempo y el lugar, en países como Gran Bretaña o los escandinavos. El mantenimiento de la Monarquía como régimen democrático la sometía a un proceso singular y proporcionalmente contradictorio: según iba incrementando su importancia la legitimación formal y democrática, e iba perdiendo importancia la que podemos denominar de hecho, la originada en la tradición, la Monarquía iba perdiendo atribuciones y competencias.
Este proceso canónico no se ha dado en nuestro país que, como en otras muchas facetas de la vida pública, ha seguido un camino tan propio como accidentado. En España la monarquía fue sustituida en el siglo XIX por la primera República, que se vino abajo entre «vivas a Cartagena» y la falta de orden público. Fue instaurada de nuevo la Monarquía y no habían pasado ni cien años cuando vimos alumbrar una II República, que fue recibida con un gran y breve entusiasmo. La utilización ideológica de la institución republicana por una izquierda prisionera de un extremismo compartido con el de otros países, otorgó argumentos a una derecha que vio en el golpe de Estado la única forma de mantener vigente una idea de España decimonónica, expresión de una mezcla de militarismo y sotana, dando inicio a una terrible guerra civil, a la que siguió una dictadura cruel que se mantuvo vigente cuarenta años. A finales del siglo XX, rompiendo una maldición que parecía inevitable, los españoles encontramos por fin, bajo la Monarquía como forma de gobierno, unos denominadores comunes impuestos por el miedo a repetir la historia reciente, pero suficientes para la mayoría de la sociedad.
Siendo esta la vicisitud de nuestra Monarquía, nos encontramos con que la abdicación del Rey Juan Carlos abre incertidumbres que no se han provocado en nuestro entorno cuando los monarcas de otros países han dado paso a sus herederos. Si la tradición tiene aún hoy en día un papel importante en el mantenimiento de las monarquías europeas, en España no existe tal costumbre, interrumpida por una historia contradictoria con tantos pasos adelante como hacia atrás; y esta carencia es la que aprovechan los que quieren pescar en río revuelto, que proponen un referéndum para elegir entre República y Monarquía, volviendo a plantear inconscientemente elementos para la división de la sociedad española y hacer resurgir las dos Españas que tanto dolor y atraso han provocado a los españoles, ante la paralización por otro lado de quienes están presos de una especie de idola theatri, que según Bacon define a aquellos que son presos de un prejuicio nacido en su ámbito ideológico o social. Me refiero a algunos socialistas, que quieren hacer compatible su alma republicana, -muestran con tal afirmación lo más profundo y sagrado de su credo-, con su inequívoca defensa de las reglas en las que se basa la actual forma de gobierno, la Monarquía.
No tengo dudas sobre la legitimación formal de la Monarquía española, como no las tengo del valor superior que el pueblo español otorgo a la Constitución del 78, pero también creo que al carecer del apoyo de la tradición debe intensificar su utilidad, no pudiendo conformarse con «no molestar » como se les exige a las de nuestro entorno.
El príncipe Felipe está obligado a mostrar el sentido práctico de la monarquía a los españoles todos los días; si de su padre podemos decir que ha sido el Rey de la Democracia, él debe ser el Rey del pueblo soberano, bajo cuyo mandato se logre una convivencia armónica y duradera entre las diferentes formas de sentirse español, sin menoscabar la soberanía nacional o el sujeto que tiene el mejor derecho para decidir: la sociedad española en su conjunto.
· Nicolás Redondo Terreros, Presidente de la fundación para la Libertad.