El Correo-JAVIER TAJADURA TEJADA Profesor de Derecho Constitucional de la UPV/EHU
La presencia de Felipe VI en el homenaje a las víctimas de los atentados yihadistas resulta reconfortante y muy significativa de cómo ha evolucionado la situación en Cataluña
Los separatistas catalanes reprochan al Rey su discurso televisado del pasado 3 de octubre en el que reclamaba la actuación de los poderes legítimos del Estado para hacer frente a la insurrección independentista. Efectivamente, la intervención del Rey fue decisiva en cuanto impulsora de la tardía reacción gubernamental para detener la rebelión. Pero aquel meritorio e impecable discurso no fue la causa de la animadversión del separatismo hacia el monarca. Esta venía de atrás. De hecho, el 26 de agosto –casi cuarenta días antes– los independentistas ya habían convertido la manifestación contra el terrorismo y por las víctimas de los atentados yihadistas de Barcelona y Cambrils en un escrache contra el jefe del Estado.
En este contexto, la presencia del Rey en Barcelona, un año después, en el acto de homenaje y solidaridad con las víctimas de aquellos atentados resulta muy significativa de cómo ha evolucionado la situación política en Cataluña. El constitucionalismo se conforma ya con muy poco: el hecho de que el jefe del Estado no haya sido abucheado y de que haya sido fríamente saludado por el presidente Quim Torra parece todo un logro y se presenta como un avance. Se trata de una interpretación de los hechos autocomplaciente y voluntarista que por engañosa sólo puede tener fatales consecuencias.
Afortunadamente no hubo abucheo, pero se produjeron una serie de hechos igualmente preocupantes. En un edificio situado en la plaza de Catalunya –el lugar donde tuvo lugar la concentración– se desplegó una enorme pancarta con un mensaje ofensivo para el Monarca. El presidente Torra situó en un lugar central a la esposa de uno de los cabecillas de la rebelión –el exconseller de Interior Joaquim Forn–, que tuvo la impertinencia de advertir al Rey que era su esposo el que debía de estar allí. Por otro lado, Quim Torra deseó «buena suerte» a los denominados Comités de Defensa de la República (CDR) en todas sus iniciativas de boicot a Felipe VI. Y, finalmente, respaldó, alentó y participó en los actos a favor de la independencia, la República y la ruptura con España celebrados junto a la prisión donde están detenidos algunos de los cabecillas rebeldes.
En definitiva, el presidente Torra no actuó en modo alguno como el legítimo representante del Estado en Cataluña. No lo ha hecho nunca y es ingenuo pensar que lo vaya a hacer algún día. Con su comportamiento faltó al respeto a millones de españoles, incluidos varios millones de catalanes que no le han votado. Ahora bien, de la misma forma que su antecesor, Carles Puigdemont, dejó claro cuáles son sus objetivos. Y en este sentido conviene no engañarse.
Frente a la actitud de Torra, muchos españoles quedamos reconfortados por la presencia y el comportamiento del Rey. Constitucionalmente, el Rey encarna la unidad y la permanencia del Estado y es el principal símbolo personal de integración política de la nación. La presencia del Rey en Barcelona revistió ese significado.
En definitiva, lo ocurido en Barcelona este pasado 17 de agosto cumple una función similar a los hechos del 26 de agosto de 2017. Se trata del pistoletazo de salida de un otoño caliente en el que la Diada del próximo 11 de septiembre servirá a su vez como prólogo del aniversario del 1 de octubre. Y todo ello caldeado por el juicio a los rebeldes. El independentismo está más unido de lo que algunos creen o quieren creer. El que está dividido es el constitucionalismo y cabe temer que esas divisiones aumenten en el marco de la campaña electoral permanente en que se ha convertido la legislatura. De la misma forma que la inmigración o la política penitenciaria, el asunto catalán se utilizará como arma electoral. De hecho, esto está ya ocurriendo. Ante las aparentes cesiones del presidente Pedro Sánchez, que se ha reunido con Torra a pesar de la actitud de este ante el Rey, el Partido Popular y Ciudadanos reclaman una política de mayor dureza. Estas peticiones son razonables, pero cabe entender también que, con su política de mano tendida, el presidente socialista se está cargando de razones ante la opinión pública y los gobiernos europeos para, cuando sea preciso, aplicar un 155 con todas sus consecuencias. En todo caso, y dado que en este asunto nos jugamos la existencia del Estado, el presidente debería incorporar a su estrategia a todas las fuerzas constitucionalistas.