Ignacio Varela-El Confidencial
Paralizar todo contacto entre los partidos hasta la consulta con el Rey no es un gesto de respeto al jefe del Estado sino lo contrario
En alguna de las innumerables rondas de consultas con el Rey durante el funesto año 2016, el jefe del Estado reprochó a los dirigentes políticos que acudieran a la Zarzuela sin haber hecho los deberes: es decir, sin haber iniciado siquiera el diálogo entre ellos para presentarle una fórmula de Gobierno con posibilidades fundadas de salir adelante.
Parece que aquella mala práctica se ha convertido en costumbre. Las elecciones generales se celebraron el 28 de abril y el Rey ha recibido a los líderes el 6 de junio. Deberían haber aprovechado esos 40 días para algo más que engolfarse en otra campaña electoral y sembrar el campo mediático de cordones sanitarios, vetos, amagues, envites, gambitos, faroles y órdagos de pega. Cada vez se me agudiza más la sensación de que aquí solo se toman en serio la institucionalidad del país el jefe del Estado y el poder judicial.
Está muy equivocada la vicepresidenta del Gobierno. Paralizar todo contacto entre los partidos hasta la consulta con el Rey no es un gesto de respeto al jefe del Estado sino lo contrario. Se supone que el amplio plazo entre las elecciones y las consultas debería ser un periodo productivo en el que, a falta de mayoría absoluta, las fuerzas políticas avancen en la tarea de, al menos, prefigurar una mayoría parlamentaria que ofrezca garantías razonables de que el Rey no tenga que hacer una propuesta a ciegas.
Cuando el Rey propone al Congreso un candidato a la presidencia, compromete su autoridad. Cada vez que una investidura fracasa, Felipe VI se desgasta
A la Zarzuela hay que ir negociado. Cuando el Rey propone al Congreso un candidato a la presidencia del Gobierno, en cierto modo compromete su autoridad. Cada vez que una investidura fracasa, el jefe del Estado se desgasta. Eso ocurrió tres veces en 2016 por la irresponsabilidad de los partidos. En rigor, las consultas reales y la propuesta de un candidato no deberían ser el punto de arranque de la negociación política sino más bien su consecuencia. El jefe del Estado debería limitarse a constatar que se dan, porque se han creado previamente, seguridades suficientes de que su candidato obtendrá la confianza del Parlamento. Pero aquí se preserva el juego táctico de los partidos por encima de cualquier otra cosa. Parece pensarse que si alguien tiene que arriesgar y jugarse el prestigio, que sea el Rey.
Así que Felipe VI se ha visto obligado una vez más a apostar por un candidato, sin ayuda de los partidos y sin garantías de éxito. El ganador de las elecciones no ha movido un dedo durante 40 días para comenzar a construir la mayoría parlamentaria de la que carece. El PSOE tiene 123 diputados, los mismos que el PP en 2015 y 14 menos que lo que este tuvo en junio de 2016. Si aquello dio lugar a un renuncio y a dos investiduras fallidas, ¿por qué Sánchez se comporta como si ya tuviera la mayoría en el bolsillo o como si le hubieran votado 11 millones de españoles? Con su arrogancia habitual, ayer afirmó: “O gobierna el PSOE, o gobierna el PSOE”. Quizá sea cierto, pero eso mismo podría haber dicho Rajoy hace tres años y el país estuvo a punto de colapsar institucionalmente, víctima de la indolencia mariana y de la cerrilidad sanchista. ¿Qué pasaría si Iglesias, en un ataque de desesperación, decidiera mañana montarse su propio ‘no es no’ o si sus bases rechazaran el acuerdo?
Tampoco es menor la anomalía de que primero se celebren las elecciones generales y después las territoriales, pero que la negociación para el Gobierno nacional quede aplazada y supeditada a lo que se pacte antes en los ayuntamientos y en las comunidades autónomas. El confuso barullo premeditado de transacciones entrecruzadas es cualquier cosa menos políticamente sano. Además, es una falta de respeto para los ciudadanos que votaron en cada urna pensando en el Gobierno de España, en el de su ciudad o el de su comunidad autónoma, y que ahora asisten a un bazar indecente en el que todo se cambia por todo. Por no hablar de la campaña europea más inadvertida que hemos conocido —siendo la más trascendente—. Aun así, sigue habiendo partidarios de amontonar elecciones distintas como si fueran sacos de patatas.
Sánchez puso por delante las elecciones generales para arrastrar desde ellas el voto en los territorios, y ahora maniobra con los pactos municipales y autonómicos para ventajear en la investidura. No es extraño su trilerismo, lo asombroso es que todos los demás le sigan el juego y participen en el tocomocho.
Parecía que la clave del futuro Gobierno estaría en los dos elementos tóxicos: Vox en un bloque y los independentistas en el otro. Finalmente, ambos serán actores ruidosos, pero secundarios en el desenlace. Aparentemente, ahora todo depende, por un lado, de las contorsiones estratégicas de Ciudadanos, cada día más barrocas, y por otro, de lo que suceda en Canarias y en Navarra.
Obviamente, nunca fue saludable que el Gobierno de España dependiera de Junqueras y Puigdemont. Pero ahora entramos en el esperpento de que la investidura de Sánchez esté condicionada por la eterna pretensión del PNV de euskaldunizar Navarra con vistas a una futura anexión (ver artículo de Zarzalejos ayer) y por la determinación de Coalición Canaria de perpetuarse a toda costa en el poder autonómico (ver artículo de Isidoro Tapia ayer).
Depender de Junqueras es venenoso, pero tiene algo de grandeza trágica. Pero estar en un puro sobresalto por la ambición de la navarra Chivite, que no repara en compañías (en eso, ha tenido un buen maestro), y de un oscuro cacique de La Gomera llamado Curbelo, es directamente de sainete.
Cualquier observador imparcial y medianamente informado al que se le presentara la situación en que han quedado el Parlamento español, el de Navarra y el de Canarias señalaría inmediatamente la solución más sencilla, que resulta ser también la más natural: en España, Gobierno europeísta de socialdemócratas y liberales. En Navarra, acuerdo entre constitucionalistas encabezado por la fuerza que ganó las elecciones de largo. En Canarias, acuerdo PSOE-CC. En los tres casos, habría mayoría absoluta holgada, estabilidad garantizada y la razón al poder.
Pero solo hay una cosa segura: eso es justamente lo que no sucederá. En España, siempre nos las arreglamos para hacer imposible lo sensato.