IGNACIO CAMACHO – ABC – 26/12/15
· La Corona no va a entrar en el debate del veredicto electoral ni tiene margen de ingeniería interpretativa para hacerlo.
La primera noticia del discurso real de Nochebuena no estuvo en que el Jefe del Estado pidiese, con énfasis y reiteración, un diálogo político generoso de miras. Esa es su única función posible en el marco constitucional, máxime tras unas elecciones de resultado borroso o indeciso. Tampoco en la omisión relativa de la corrupción a veinte días del probable juicio a su hermana. No; lo que más llamaba la atención en la charla del Palacio fue el largo exordio sobre las virtudes de un país que parece haber dejado de apreciarse a sí mismo, como si renegase de su proyecto histórico.
El éxito del relato nihilista de la crisis ha mermado tanto la autoestima nacional que, durante un buen rato, Felipe VI pareció actualizar el adagio de Dürrenmatt sobre la tristeza de unos tiempos en que es menester luchar por lo evidente: el Rey de España hablando bien de España.
Esta reivindicación elemental de autoconfianza se ha hecho sin embargo necesaria ante la extensión de un clima hiperbólico de pesimismo social. Bajo el bombardeo de una insistente prédica ventajista muchos españoles han dado en creer que vivimos en una nación colapsada, institucionalmente destruida, de soberanía dudosa y con un Estado sin estándares democráticos y sin mecanismos de bienestar.
Esta psicología depresiva ha debilitado la cohesión y permitido el crecimiento de proyectos rupturistas y de fuga ante los que el Rey tuvo que resaltar –ahora se abusa de la expresión «poner en valor»– la existencia de fortalezas contundentes, de motivos de orgullo y de leyes suficientes para ordenar la convivencia. El sistema tiene averías y necesita reformas a las que el Monarca guiñó con el verbo «adecuar», pero no está finiquitado ni en saldo. España no es un chicharro.
La otra revelación que contenía el discurso navideño hace referencia al papel del propio Monarca en el proceso de configuración de mayorías de Gobierno. Felipe se mostró claro al respecto: el poder de decisión corresponde a las Cortes y sólo a ellas. No habrá ingeniería interpretativa en La Zarzuela. La Corona no va a entrar en el debate ni tiene margen para ello. Su titular pretende abordar la fase de consultas con palmaria neutralidad y no está dispuesto a comprometerla acercándose a las rayas constitucionales; desea huir del estilo intervencionista porque entiende que su reinado se mueve en condiciones distintas a las del de su padre. Son los partidos del Parlamento los que tienen que articular soluciones y dejar que él se limite a refrendarlas.
Su máxima contribución consiste en la llamada exhaustiva al diálogo, pero no le alcanzan las funciones ni siquiera para organizarlo. La resolución del veredicto electoral es un asunto de las Cámaras y el único arbitraje que le toca al Rey es el de aplicar el reglamento. Empezando por su misma posición: se lo tienen que dar hecho.
IGNACIO CAMACHO – ABC – 26/12/15