El autor reivindica la figura del Emérito por su contribución a la llegada y consolidación de la democracia, sin que ello sea óbice para que la Justicia cumpla con su deber, y aparta de sus posibles errores a Felipe VI y a su hija, la futura Leonor I.
El coro histriónico se ha terminado transmutando en mantra hiperventilado y, como era de prever, no ha tardado en llegar el disparate. Como ese insuperable principio jurídico, acuñado por una líder comunista andaluza, relativo a que, tratándose del rey, se ha de demostrar la presunción de inocencia.
Pero se comprende perfectamente el histerismo de unos y otros: una vez que pase el verano con su sequía de noticias, la especulación sobre la real ubicación (si no estuviese ya satisfecha) perderá fuelle. Y entonces se hará evidente que la salida del Rey ha supuesto el fracaso de todos ellos, tanto en lo que se refiere a su táctica como a su estrategia.
El fracaso de su táctica, porque con la desaparición de don Juan Carlos del territorio nacional desaparece también la única cortina de humo de la que disponían populistas e independentistas para distraer la atención de sus vergüenzas. Con su salida, será inevitable que retomen su protagonismo tanto el caso Dina-Iglesias como el caso Pujol, retratos inapelables -por su orden- del machismo más sórdido y de una concepción estrictamente mafiosa de la política.
Ya no estará el rey Juan Carlos para evitar que los focos del escenario político se centren en la estrepitosa caída de los mitos fundacionales de unos y de otros. Del movimiento 15-M, con su reivindicación feminista, revelado ahora como una mera plataforma utilizada por un puñado de oportunistas para auparse al poder, gracias a ese fallido intento de disimular el tradicional machismo pequeño-burgués de todo buen comunista.
Con la marcha de Juan Carlos desaparece la cortina de humo de la que disponían populistas e independentistas
Y la caída, también, del mito fundacional del despertar independentista, la supuesta afrenta estatutaria infligida por la sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de junio de 2010 (que declaró inconstitucionales varios -muy pocos- de los artículos de la reforma del Estatuto de Cataluña), mil veces invocada como fuente de legitimación del movimiento secesionista, pero que ahora se nos aparece, pese a sus grandes aires de cuestión de alta política, como una burda careta que sólo enmascaraba un vulgar asunto de política penitenciaria: alimentar desde arriba el procés, a fin de que Pujol y su banda pudiesen negociar futuras impunidades a cambio de desactivar la bomba independentista que ellos mismos habían puesto en marcha.
La salida del Rey también ha supuesto un golpe definitivo a la estrategia de fondo de populistas e independentistas, que consistía en confundir la institución con la persona, a fin de deslegitimar a aquélla a través de ésta. Y esto, la eliminación de la monarquía como pieza del ajedrez, no como un fin en sí mismo, sino como el paso previo necesario para poder alcanzar la que siempre ha sido la única meta perseguida por todos ellos: romper el tablero de juego que los españoles nos dimos en 1978 y cambiarlo por otro, que será el modelo bolivariano, en el caso de Podemos, o el de una soberanía nacional robada y una España mutilada, en el caso de JxCAT y ERC.
Hoy, desaparecido Don Juan Carlos de la fotografía de la monarquía española, en el retrato de ésta ya sólo figuran el rey Felipe VI y la futura Leonor I. Un padre y su hija. La continuidad dinástica formada por un rey, no sólo ajeno a cualquier escándalo o sospecha de corrupción, sino ya incluso acreedor, pese a lo corto de su reinado, del agradecimiento del pueblo al que sirve por su decisiva intervención contra la sedición catalana; y su heredera, una niña que habrá de convertirse en la primera mujer jefe del Estado español en más de siglo y medio de historia. En definitiva, una foto poderosa, difícil de manchar.
Pero el verdadero drama para Iglesias y Torra es que, inservibles -por esa salida- los argumentos ad hominem, el debate monarquía-república ha de retornar irremisiblemente a su natural escenario de un análisis puramente institucional. Y ocurre que en éste las preguntas se les vuelven definitivamente incómodas: hoy, introducida en España la democracia con la parlamentarización de la monarquía, ¿cuál es el plus de calidad democrática que la forma de Estado republicana posee frente a aquélla? ¿Son tal vez más democráticas la repúblicas de Polonia, Hungría o Rusia, que la monarquía del Reino Unido? ¿Quién garantizaría más la neutralidad del jefe del Estado en el desempeño de su función como árbitro y moderador de los demás poderes del Estado: Sánchez o Iglesias, como presidentes de la República, o Felipe VI?
Si fuese sostenible afirmar que la monarquía española, pese a encontrarse recogida en una constitución aprobada por el 87,78 % de los votantes, padece un déficit de legitimidad por no someterse hoy a referéndum, ¿ha de reputarse igualmente ilegítimo el Estado autonómico, o los partidos políticos y los sindicatos, o la abolición de la pena de muerte o el reconocimiento de los derechos fundamentales y las libertades públicas, que comparten exactamente las mismas condiciones de legitimidad que aquélla?
En fin, hasta aquí, la política. Pero en el caso de Don Juan Carlos aún queda lo más importante, que no es siquiera el juicio de la Historia, sino el juicio de todos y cada uno de los españoles que lo tuvieron como rey. Y éste será un juicio estrictamente personal, en el que los argumentos habrán de ser valorados en el solitario estrado de la conciencia de cada uno.
Si la monarquía padece un déficit de legitimidad ¿ha de reputarse igualmente ilegítimo el Estado autonómico?
En mi caso, la reflexión me lleva -reconozco el aparente surrealismo, pero es lo que hay- al Corsario Negro, a lord Glenarvan, a Robin Hood, al conde de Montecristo… porque en la maravillosa ignorancia de que existen vacíos condenados a estarlo para siempre, un huérfano de quince años -lo que yo era en 1981- no deja nunca de buscar héroes. Y porque el 23 de febrero de 1981 me encontré con uno que, aunque reducido a las dos dimensiones de la televisión, no había sido dibujado por la imaginación.
Vestido de uniforme, con el semblante y la voz imaginadas de los personajes de Clásicos de la Juventud, el rey Juan Carlos I habló durante un minuto y medio, y el mal fue vencido. Tardé tiempo en descubrir que en realidad el malo derrotado no había sido ningún trasunto del sheriff de Nottingham, en versión castiza de mostacho y tricornio, sino el miedo. No el mío, que no tenía memoria alguna que lo justificase, sino el que ese día había percibido en mis profesores (bendita combinación jesuítica de rojerío y Evangelios), antes de que organizasen atropelladamente la ruta para devolvernos a nuestras casas: el miedo al miedo de los demás. El miedo de quien, para preservar su libertad, se sabe necesitado del valor de otros para mantener el propio, porque de éste no se está completamente seguro.
No hay nada que juzgar, pero esa era la España de 1981.
Con el valor ondeado en su minuto y medio de discurso a la nación, el rey Juan Carlos I conjuró ese miedo porque, cuando acabó, todos los españoles supieron que la democracia se había salvado.
Más tarde supe que antes también había habido algo que los adultos llamaban Transición. Que ésta nos había traído la democracia y que su máximo guardián, controlando al Ejército y a los sectores más reaccionarios del franquismo y sirviendo de puente entre los aperturistas del régimen y la izquierda, había sido igualmente Juan Carlos I. Pero esa fue ya una épica leída en los libros. La del 23-F fue muy distinta: la viví como propia. Yo y el resto de los españoles, con nuestro rey al frente.
Por eso hoy, aunque como jurista y demócrata no puedo dejar de proclamar, también en este caso, aquello de Fiat iustitia ut pereat mundus (Que se haga justicia, aunque perezca el mundo), como español declaro que si mañana tengo que ver al anciano Don Juan Carlos camino del banquillo, me acordaré del rey Juan Carlos I, mi compañero de aventuras en aquel lejano 23 de febrero de 1981 y, con respeto, correré la cortina para no verlo.
*** Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.