José Alejandro Vara-Vozpópuli
  • En un incontenible ataque de celos, Sánchez volvió a ejercer de jefe el Estado bis y redondeó una intervención penosa y culpable. La Corona, al fin, rompió su silencio

Por celos de Ayuso, Casado se hizo el harakiri. Ahora lagrimea como perrito abandonado. Por celos del Rey, hizo Sánchez el ridículo este lunes en TVE. Pretendió representar, otra vez, el papel de Jefe del Estado bis, ahora ante los terribles episodios de Ucrania. Apenas logró algo más que despertar brotes de desprecio entre la mínima audiencia. Alguien evitó comentarle que no resulta adecuado seguir las instrucciones de Podemos a la hora de abordar el desgarro que ha logrado unir a Europa, movilizar a tibiamente a Occidente y hasta provocar un volantazo radical en la política de defensa de Alemania tras siete décadas de estéril neutralismo.

Hace tiempo que apenas se detectan signos de actividad en la Zarzuela. La princesa Leonor ha desaparecido entre las brumas de un internado británico donde cursa sus estudios. Su hermana la infanta Sofía está en lo suyo, lejos de los medios y de la gente. La Reina doña Letizia cumple a la perfección sus compromisos institucionales, inaugura Arco, visita hospitales y atiende audiencias en Palacio. De Felipe VI tan sólo llegan los turbios ecos de Abu Dabi, las apuestas sobre si regresa o no su padre a España una vez cumplidos sus compromisos con Hacienda y descartado todo posible trámite con la Justicia. Confinado unos días por contagio, la agenda del Monarca se ha visto reducida a su mínima expresión. En la Casa, a fin de evitar conflictos y encontronazos con el Ejecutivo, pareció instalarse el consejo de Epícteto: «Puesto que no puedo regular los acontecimientos, me regulo a mí mismo y me acomodo a ellos si ellos se acomodan a mi».

El Jefe del Estado se sacudió la mordaza monclovita y pronunció las palabras que el pueblo español, angustiado ante el sufrimiento de los mártires y encolerizado por el sádico zarpazo del oso ruso, quería escuchar

El silencio, el ostracismo, la exclusión. Lo que los progres del franquismo llamaban «el exilio interior». Nada nuevo, por otra parte, dado que Pedro Sánchez ha desarrollado a lo largo de su trienio en la Moncloa una eficaz política de secante hacia la figura del Monarca, a quien le ha vetado viajes, restringido agendas, cortocircuitado actividades, manoseado mensajes (el de Navidad) y, en definitiva, enviado el rincón de la más absoluta nimiedad. Hasta que llegó la guerra. Y sucedió lo del Mobile. Don Felipe, emergido de las brumas de la cuarantena, recuperado de los males de la pandemia, aprovechó la ocasión para, ante sus amables anfitriones tecnológicos y animado por el consabido plante de Ada Colau y Pere Aragonés, esos alfeñiques intelectuales y personales que comandan Cataluña, pronunciar el discurso más cuajado y necesario que se ha escuchado en nuestro país desde que Putin invadió Ucrania. Todo un aviso a navegantes, un encendido grito en la inaceptable complicidad del Gobierno con ‘el mal’, que dría Borrell. El Jefe del Estado se sacudió la mordaza monclovita y pronunció las palabras que el pueblo español, angustiado ante el sufrimiento de los mártires y encolerizado por el sádico zarpazo del oso ruso, quería escuchar.

Resonaron con la potencia de un estruendo democrático, de una invocación por la libertad, no ya de un pueblo sometido, masacrado y torturado como es el ucraniano, sino en defensa de la idea de Occidente, de la civilización, de la decencia ética y el deber patriótico. Denunció don Felipe la «agresión inaceptable a una nación soberana e independiente» que cuenta con «el corazón y el respaldo de todos los españoles». Y proclamó el «compromiso de España con la soberanía y la integridad territorial» de la nación agredida y la solidaridad con su gente. Escúchenlo, que está en la red.

El rechazo de la opinión pública no ha podido ser más unánime y clamoroso. Intentó Sánchez erigirse en cabeza de Estado, resarcirse de su insignificancia ante la palabra del Rey, y tan sólo logró un apoteósico ridículo

Una vibrante intervención que contrastó con la nadería pronunciada, minutos antes, por el presidente del Gobierno, quien acertó, eso sí, a calificar de ‘sátrapa’ a Putin, expresión que sin duda desagradó a sus socios morados. Tal fue el ridículo para quien se siente cabeza del Estado bis (o one), que decidió comparecer, horas más tarde, en la televisión oficial (pública, la llaman, como si lo fuera), para pronunciarse por vez primera sobre la invasión. Sus homólogos europeos han acudido a sus respectivos parlamentos, han protagonizado ruedas de prensa, han dirigido mensajes monográficos sobre la cuestión. Sánchez ha optado por el silencio cobarde -que hoy romperá en el Congreso- o por el acolchado formato de un monólogo absurdo en la cadena del Gobierno. No evitó, sin embargo, chapotear en el ridículo de proclamar, tal y como le exigen sus compañeros comunistas, más próximos a Moscú que a la libertad, que España no colaborará en el suministro de armamento ‘ofensivo’ al heroico pueblo ucraniano y que sí permitirá el envío de material ‘defensivo’. ¿Pero qué burla es esta? Se planta en la hora punta de su tele para asegurar, incluso con orgullo, que España remitirá unos cuantos chalecos antibalas a los combatientes de la dignidad y se queda tan pancho. El rechazo de la opinión pública salvo las cacatúas del micro) no ha podido ser más unánime. Intentó Sánchez erigirse en cabeza del Estado, resarcirse de su insignificancia ante la palabra del Rey, y tan sólo cosechó un estruendoso repudio.

El tonto, el bobo y el necio

Los guionistas de Moncloa muestran signos de menguante imaginación. Andan con las neuronas acalambradas, con el ingenio estropajoso, con las ideas agotadas. Apenas son 800 y tal parece que ni siquiera suman tres. El tonto, el bobo y el necio. En las últimas semanas no han logrado enjaretarle al presidente un intervención, no ya memorable, sino siquiera digna, unas palabras decentes, un discurso del altura. Es palabrería preñada de lugares comunes, de naderías cósmicas, de chorradas infinitas. Jerga woke, economía circular, resiliencia y excrecencia. Con semejantes argumentos resulta difícil desplazar al Rey de la cúspide del Estado. En especial cuando en Zarzuela optan por desembarazarse de los recelos y permiten al monarca mostrar, como diría Spinoza, los ‘vértices perfectos’ de la Corona, ese edificio necesario y, por ahora, imbatible. Todo un aviso.