- Sin pretenderlo, Felipe VI está dando una lección impagable al caótico presidente
La negativa de Pedro Sánchez a participar en el funeral por las víctimas de la Dana organizado por el Arzobispado de Valencia y, en cambio, su empeño en recordar a las del franquismo con su maniqueísmo habitual, resumen la mezcla de inhumanidad y sectarismo que acompañan al personaje en general y, muy particularmente, en la gestión de la catástrofe valenciana.
El abismo que separa ya la imagen del Rey y la del presidente, siempre obvio, pero además público desde la protesta de los vecinos de Paiporta, quedó de manifiesto una vez más por la desigual respuesta de uno y otro al drama humanitario aún vigente: mientras Don Felipe, secundado por una espléndida Doña Letizia, ha colocado como prioridad atender a los damnificados; el líder socialista no ha hecho otra cosa que tratar de politizar su dolor en contra de sus rivales.
Si además el afectuoso abrazo de condolencia lo da la Iglesia Católica, siempre dispuesta a asumir esa obligación, nada puede repeler más al mayor promotor de división que ha conocido España desde 1978, incluso en las peores circunstancias: desde el 11-M hasta el Prestige, todo en el PSOE incluyendo la Dana ha sido percibido como una ocasión a explotar, generando enfrentamientos que en ocasiones, como esta, han pretendido tapar las negligencias propias.
Porque transcurrido más de un mes desde la riada, el Gobierno sigue comportándose como si no tuviera que dar explicaciones, pudiera exigírselas a todos y además pudiera elegir cuándo y para qué intervenir: una táctica que no le ha valido con los valencianos, enojados con todas las administraciones sin distinción, desde la municipal hasta la autonómica y por supuesto la central.
El estado de abandono que aún sufren decenas de miles de vecinos es la prueba fehaciente de que los estragos han sido históricos y, por tanto, la respuesta preventiva y reactiva tuvo que ser nacional, tal y como ha demostrado El Debate con precisas informaciones demostrativas de las obligaciones legales del Gobierno, indelegables por definición, suscritas por magistrados tan relevantes como Manuel Aragón, referencia durante años del Tribunal Constitucional.
Felipe VI ha retratado sin quererlo a Sánchez, que se ha radiografiado a sí mismo con esa combinación de indolencia y mala fe que ha desplegado incluso en las peores circunstancias, anteponiendo una vez más sus intereses a sus responsabilidades, con la complicidad de los mismos altavoces mediáticos, en un escenario dramático en el que ha hecho dejación de funciones indelegables, algo que merece cuando menos una investigación parlamentaria y quizá judicial.
El prestigio reforzado de la Corona, cuya utilidad se manifiesta con su condición de espacio común para los ciudadanos en sus peores momentos, queda aún más claro en el contraste con la actitud de un presidente que, simplemente, no sabe estar.
No es una lección que el jefe del Estado le haya querido impartir a Sánchez premeditadamente, pero es la inevitable consecuencia de la antagónica manera de entender sus responsabilidades y las necesidades de los españoles.