Javier Caraballo-El Confidencial

  • Todo simbolismo, que a algunos puede parecerles suplementario o accesorio, tiene una importancia trascendental en el mantenimiento de una democracia

Cualquiera que sea la explicación que se oculta, la ausencia de Felipe VI de un acto en Barcelona es un error colosal. Porque el Rey, la Casa Real, no es un jarrón chino, no es un elemento decorativo de la democracia española, sino una pieza fundamental de la estructura que soporta el Estado de derecho. Ya puede ser un acto deportivo, una verbena de pueblo o un concierto de música, la cuestión es que, por principios, que son principios democráticos y constitucionales, supone una aberración que el jefe de un Estado no pueda viajar y acudir a una parte de ese Estado. Punto. El jefe del Estado es “la más alta representación” de los españoles y, cuando sucede algo así, no es a la Casa Real, y mucho menos a la persona, a quien se menosprecia, sino a todos los ciudadanos españoles, incluidos los que se consideran republicanos. Lo que se devalúa no es la institución, es la democracia española.

Si a todo eso se suma que el acto del que se va a ausentar en Cataluña el Rey, por primera vez en 20 años, es un acto judicial, la entrega formal de los despachos a los nuevos jueces españoles, el simbolismo negativo que se traslada adquiere una gravedad exponencial. Por el mismo carácter representativo que tiene la presencia del Rey en un acto judicial: cuando Felipe VI se pone la toga en un acto judicial y lo preside, lo hace en representación de la soberanía popular. Porque también lo dice la Constitución: “La Justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente a la Constitución y al imperio de la ley”. El Rey nos representa a todos, como en su día lo haría un presidente de la república si en España cambia el modelo de Estado; no contemplarlo así, no defenderlo así, es una torpe ceguera de lelos.

Si su ausencia la celebran quienes quieren romper la Constitución, es porque consideran que, si logran tumbar al Rey, el entramado constitucional caerá

Todo este simbolismo, que a algunos puede parecerles suplementario o accesorio, tiene, sin embargo, una importancia trascendental en el mantenimiento de una democracia, de toda democracia. Para comprobarlo, basta con atender a la importancia que conceden a ese simbolismo todos aquellos que, en los últimos años, han intentado derribar la Constitución y romper el Estado de derecho en España. La deducción es muy elemental: si la ausencia de Felipe VI la celebran aquellos que quieren romper la Constitución, es porque consideran que, si logran tumbar al Rey, todo el entramado constitucional se derrumbará a continuación.

Esa es la gravedad, con lo que no puede existir ningún motivo que justifique la ausencia de Felipe VI, porque se trata de una cesión inadmisible ante quienes pretenden acabar con la democracia en España. En todo caso, repasemos los posibles motivos de esta decisión. ¿Ha sido la Casa Real quien ha disuadido a Felipe VI para que no acuda a ese acto judicial? No parece probable, porque la agenda del Rey no incluye ese día, este viernes, ningún otro acto, ni ese es el carácter que tiene demostrado Felipe VI, pero, en todo caso, el tamaño del error no disminuiría en ese supuesto.

Al margen de eso, la hipótesis más extendida es que si Felipe VI no va a presidir el acto judicial es porque ha sido el propio Gobierno, dentro de sus facultades, quien ha desaconsejado la presencia del monarca. Y es aquí donde se abren otras dos posibles justificaciones que, igualmente, carecen de relevancia en comparación con el agravio que representa la ausencia. La primera de ellas es que la presencia del Rey en Barcelona coincide con las protestas independentistas contra la sentencia del Tribunal Supremo que inhabilitará a Quim Torra como presidente de la Generalitat de Cataluña. Un Estado de derecho jamás puede ceder ante un chantaje; mucho menos a la presión de una manifestación de independentistas que, desde hace tres años, tienen a sus líderes en la cárcel por un intento de golpe de Estado.

El todavía presidente de la Generalitat de Cataluña es un líder amortizado, un gobernante en rebeldía y un político desquiciado que nada podrá promover que no haya intentado 100 veces, sin éxito, desde que accedió al cargo. Los momentos más duros contra la revuelta catalana del otoño de 2017 ya han pasado y, ahora, con el independentismo profundamente dividido y buena parte de la sociedad catalana hastiada, no caben sino nuevos gestos de fortaleza y de firmeza de las principales instituciones del Estado. Una vez más, un Estado de derecho no se puede doblegar, ni siquiera ofrecer esa imagen, ante cualquier revuelta o manifestación.

Con el independentismo profundamente dividido, no caben sino nuevos gestos de fortaleza y de firmeza de las principales instituciones del Estado

La segunda explicación que se ofrece es que el Gobierno de coalición del PSOE y de Unidas Podemos ha considerado que, al forzar la ausencia del Rey, sus aliados independentistas se lo compensarán en el Congreso de los Diputados con el apoyo a los próximos Presupuestos Generales del Estado. Si esa es la razón, que es de todas la más sectaria, la más miserable, también se comete error doble, porque el independentismo catalán no es fiable. La traición es su naturaleza, una constante en la historia: ni fue leal a la Segunda República ni ha sido leal a la monarquía parlamentaria.

De todas formas, la propia experiencia política que tiene Pedro Sánchez ya le indica que el diálogo con los independentistas nunca es estable. Gestos de ese tipo ya los intentaron los socialistas en otros momentos y siempre han fracasado. Hace ya más de un año, Josep Borrell, cuando era ministro de Asuntos Exteriores, lo explicó con la “política del ibuprofeno”: se intenta bajar la ‘hinchazón’ con gestos y cesiones menores y lo único que se consigue son frustraciones, porque los independentistas siempre elevan sus peticiones hasta que vulneran la Constitución, y ningún Gobierno de España puede incurrir en la ilegalidad.

Todo esto, en cualquier caso, es un debate menor que nos aleja de lo fundamental de este hecho: la importancia capital que tiene para la democracia que el jefe del Estado ocupe su papel de representación institucional en cualquier acto, en cualquier punto de España. Hablamos de la trascendencia de las formas en una democracia. Porque sin formalidad, no hay respeto; sin respeto, no se reconoce la autoridad; sin autoridad, no prevalece el imperio de la ley, y sin la ley, no hay convivencia.