Agustín Valladolid-Vozpópuli
- Ni el reprochable comportamiento del principal de sus artífices puede emborronar una de las etapas más luminosas de nuestra historia moderna
En 1985, solo diez años después de la muerte de Franco, la editorial Rizzoli publicó la primera biografía del entonces Rey de España digna de tal nombre (Juan Carlos. La Spagna di ieri oggi domani. Milán 1985). La escribió Raffaello Uboldi, un periodista milanés especializado en contar la vida de personajes ilustres, como el expresidente italiano Sandro Pertini. Hay en el libro un pasaje de extraordinario interés en el que Juan Carlos habla de sus relaciones con Franco tras ser designado por éste como su sucesor y que pone de manifiesto el avanzado proceso de desconexión en el que se encontraba uno y la ingenuidad del otro, que apenas intuye lo que se le viene encima.
Situemos la escena. 1969, año de la designación. El dictador tiene 76 años; el príncipe 31. Transcribo algunos pasajes de la conversación que Uboldi mantiene con el Rey dieciséis años después: “Hablábamos entre nosotros de modo muy familiar. Él [Franco] era mucho mayor que yo y me trataba como a un nieto. Probablemente no me prestaba mucha atención, pero fue siempre muy educado conmigo, y también con la Reina tras el matrimonio”. ¿Discutían alguna vez acerca del futuro de España?, pregunta Uboldi. Respuesta: “No mucho, pero hay algo que no todo el mundo conoce. Una vez le pedí: ¿Por qué no me explica cómo maneja los asuntos de Estado?; ¿cómo afronta los distintos problemas? Él me miró, sonrió y a su vez me preguntó: ‘¿Por qué?’ Y bien, le respondí, porque me interesa, quiero aprender, me gustaría saber cómo se comporta. No contestó a mis preguntas. Su respuesta fue: ‘No es interesante, porque vosotros os comportaréis de manera muy distinta’”.
Franco designó a Juan Carlos sucesor, “a título de Rey”, haciendo uso de su autocrático privilegio, pero sin ningún entusiasmo. Casi por descarte. No había otra alternativa. Y no movió un dedo para desbrozar el camino del joven monarca. Muy al contrario, pensó que dejaba todo atado y bien atado, a un heredero sin experiencia, un muñeco sin apenas capacidad de maniobra frente a la maquinaria franquista. Alguien al que los verdaderos legatarios del régimen le permitieran cambiar cuatro cosas para que en el fondo nada cambiara. Para suerte de España y de los españoles, Franco se equivocó, y la madeja que había tejido se desanudó de manera sorprendente, para asombro del mundo y estupor de los franquistas.
Un campo de minas
Estamos en 1975; 20 de noviembre. Muere Franco. Tras el óbito aterriza en España la flor y nata de la prensa internacional. Entre ellos profesionales bragados que habían cubierto la guerra de Vietnam, la revolución cubana, el golpe de Pinochet o la invasión turca de Chipre. 419 corresponsales y enviados especiales de todo el planeta se acreditaron ante el Ministerio de Información y Turismo para asistir al funeral de Franco, y más de un centenar de ellos se instalaron de forma estable en Madrid. Se disponían a contarle al mundo, estaban seguros, episodios que antes o después desembocarían en un nuevo baño de sangre.
Pongámonos en situación: terrorismo de ETA (53 asesinatos entre 1974 y 1976), y de extrema derecha, los jefes y oficiales de los ejércitos, y de las Fuerzas de Seguridad del Estado, de mayoritaria obediencia franquista, el Gobierno Arias abiertamente contrario a cualquier reforma, huelgas, represión en las calles… Un campo de minas. Mucho tiempo después, superados aquellos momentos, el corresponsal de Le Monde, Thierry Maliniak, confesó que cuando sus jefes le mandaron a España estaba convencido de que venía a cubrir una nueva guerra civil. Y, sin embargo, se produjo el milagro. ¿Fue Juan Carlos el artífice? No el único, desde luego, pero en tanto que depositario por obra y gracia del “Caudillo” de poderes extraordinarios, sí el principal.
Franco muere en noviembre de 1975, pero hasta el 15 de junio de 1977 los españoles no son llamados a votar en libertad; una libertad, en buena medida, todavía vigilada. Esos 20 meses son claves. Juan Carlos I es un designio del dictador, y esa es sin duda una pesada carga de la que había que desprenderse cuanto antes, pero también una baza que hubiera sido estúpido desaprovechar. Una baza que, más allá de lecturas simplistas y pretendidamente deslegitimadoras, fue fundamental para desmontar con una astuta mezcla de prudencia, determinación y audacia las estructuras franquistas.
‘El mérito fundamental es del pueblo’
A esa misma conclusión llega el corresponsal de Le Monde en su libro Les espagnols. De la Movida à L’Europe (Editorial Centurion. París, 1990): “Para tener éxito en su empresa -escribe Maliniak-, Juan Carlos contaba con una valiosa ventaja: la legitimidad que le confería, ante los militares, su nombramiento por el propio Franco. Una cualidad que resultaría especialmente valiosa durante los momentos más delicados de la transición a la democracia”. El Rey, en efecto, utilizó la legitimidad franquista para convertir en irreversible el proceso de demolición de los cimientos del franquismo, una deslumbrante obra de ingeniería política que en tan solo diez años sacó a España del pozo de las autocracias para colocarla al lado de las democracias más avanzadas.
En la contraportada del libro de Uboldi encontramos una esclarecedora síntesis de aquella obra inimaginable: “En 1975 moría Francisco Franco, dictador durante casi cuarenta años de uno de los países más nobles de Europa. En esos mismos días era elevado al trono, como continuador y heredero del franquismo, según la opinión general, el rey Juan Carlos. En el transcurso de estos diez años, España ha cambiado de cara de forma radical. Ha reconquistado la democracia. Ha restaurado la libertad y la justicia. Ha recuperado el lugar que le corresponde en la Europa Occidental y se prepara para entrar en el Mercado Común”.
El párrafo anterior es un buen resumen de la que quizá es la etapa más sobresaliente del hoy rey emérito, quien supo apoyarse en una sociedad mucho más madura de lo que se pensaba -como demostró en el golpe del 23-F- y que supo entender la trascendencia del momento. Nada habría podido hacer Juan Carlos sin la profunda y mayoritaria convicción de la sociedad española, verdadera protagonista de la Transición, de que había llegado el momento de dejar atrás el pasado. Así lo entendió Juan Carlos I y así se lo confesaba a Ubaldi hace cuarenta años: “Mi punto de vista y el del pueblo español coincidían. Pero el mérito fundamental es del pueblo. Queríamos inventar [utiliza este verbo, inventar] una razón para vivir de manera pacífica (…). La reconquista de la democracia ha sido posible porque el pueblo la quería. De este modo, hemos demostrado al mundo que era posible pasar de un régimen a otro sin violencia, simplemente abriendo una puerta”.
Democracia plena
Siempre me han interesado las opiniones de los que nos miran desde fuera, la visión que de España tienen periodistas y escritores extranjeros, en particular los europeos. Me han interesado y me interesan porque los observadores foráneos más perspicaces suelen aportar una visión cenital, de gran utilidad, que nos permite contemplar no solo el bosque, también a los emboscados, a los que se refugian en la masa arbórea y a los que se mueven en los alrededores, sin mojarse ni dar la cara, o interviniendo solo cuando todo ha pasado, atreviéndose a dar, décadas después, lecciones de buena conducta democrática a los que se jugaron el pellejo por la democracia.
Releyendo los distintos relatos que de momentos cruciales del siglo XX español han hecho intelectuales e historiadores británicos, franceses o italianos, uno descubre matices, a veces incluso hechos cruciales, que en el fragor de nuestras eternas discusiones, y sometidos durante años a dos procesos paralelos de olvido selectivo, fueron descontextualizados por un poder político que desde la derecha pretendió relativizar la crueldad de una atroz dictadura y, tiempo después, con Rodríguez Zapatero, rescató el binomio franquismo-Guerra Civil como munición contra el adversario, poniendo en marcha un estúpido proceso de subestimación de la Transición, proceso al que se enganchó sobre la marcha con entusiasmo, sobrepasándolo, la izquierda radical.
Porque ya no se trata de esclarecer, sino de deslegitimar. No el franquismo, sino la operación de cirugía política que lo desmontó pacíficamente y en un tiempo récord. El objetivo último no es recuperar la memoria y hacer justicia a las víctimas, sino cuestionar la validez de la Monarquía Parlamentaria. De este modo, la inteligente operación diseñada para transformar las instituciones franquistas, a partir de la legalidad entonces vigente, en algo completamente distinto e irreprochable desde la perspectiva de las democracias occidentales, se intenta reescribir por un sector de la izquierda para presentarla como prueba flagrante de que la Transición fue un pacto ilegítimo que traicionó a las víctimas del franquismo y perdonó a los verdugos; la misma simpleza reduccionista que, con leves variantes, empezó a utilizar ETA en los años 70 del siglo pasado (y hoy siguen utilizando sus herederos) para justificar sus atrocidades.
El sábado 22 de noviembre de 1975, poco después de las 12:30 horas, Juan Carlos de Borbón era proclamado oficialmente Rey de España, reinstaurando la monarquía tras una guerra terrible y cuatro décadas de dictadura franquista. Lo que después pasó, pese a quien pese, lo que logró aquella generación de hombres y mujeres que, educados en el franquismo y en el antifranquismo, supo construir un ancho camino de concordia, es ya el más largo trecho vivido por los españoles de progreso y convivencia. Y ni el reprochable comportamiento del principal de sus artífices, ni el revisionismo que quiere imponer un sector de la actual clase política, ni mucho menos las toscas y simplistas críticas que estamos leyendo en algunos medios estos días, van a emborronar una de las etapas más luminosas de nuestra historia moderna.