Felipe VI convocó hace dos años a la España de los balcones. Frenó en seco el golpe que estaba en marcha. Ahora es esa misma España la que se asoma cada tarde a los balcones al la espera de otro mensaje de la Corona que tardaba en llegar. En estos tiempos pavorosos, de falta de liderazgo, de titubeos del Gobierno, de ausencia de ideas, de desconcierto empresarial, político y social, muchas miradas se orientaban a la Zarzuela y demandaban unas palabras del Rey. Hasta ahora, no habían encontrado más respuesta que una durísima carta de la Casa dirigida al emérito y difundida al amparo de este domingo de coronavirus, en la primera noche de la ley marcial.
La ejemplaridad es la principal y única razón de ser de una monarquía parlamentaria. Sin ella, la institución es un artefacto ornamental, frío y ortopédico, empalagoso y oxidado. La Corona ha de ser «íntegra, honesta, transparente», tal y como proclamó Felipe VI, en inmarcesible discurso, el día de su proclamación. Y por supuesto, ejemplar. De ahí la eléctrica reacción de la Zarzuela este fin de semana, cuando las salpicaduras de las inaceptables andanzas del viejo monarca enlodaban el armiño del Rey. Un cuento de Alibabá y todos sus ladrones, con fondo de arenas del desierto, jeques con chilaba, corsarios suizos, piratas offshore, un comisario tenebroso y una princesita de pega, dulce y tóxica. Este es el argumento de la trama, protagonizado por el personaje más importante de nuestro país en estos últimos cuarenta años.
No había margen para la contemplación o la filial ternura. El proceso gangreno, agitado curiosamente desde dos medios extranjeros, se extendía implacable, y amenazaba con necrosar la institución. Felipe VI ha roto con su padre, ha renunciado a esa polémica herencia, le ha retirado la asignación, como haría con un hijo antojadizo y malcriado. Por ahora le mantiene los honores del título, el tratamiento y sus habitaciones en Palacio. Todo se andará. El comunicado de marras es de una dureza ejemplar, sin presunción de inocencia, explicaciones, prólogos o justificación. Veredicto inapelable de culpabilidad. No hay más que hablar.
El comunicado difundido el primer domingo del coronavirus es de una dureza ejemplar, sin margen a la presunción de inocencia, explicaciones o argumentos. Veredicto inapelable de culpabilidad
Dos causas judiciales persiguen peligrosamente al emérito, una Suiza y otra en la Audiencia Nacional. Tras ellas aparece la mano de Corinna y, cómo no, del comisario Villarejo, ahora en prisión. Esa extraña pareja. Evasión fiscal, comisiones árabes, fundaciones off shore, blanqueo de capitales… Vozpópuli ha desvelado y descrito con pulcra exactitud el borroso recorrido de los dineros ocultos que se le atribuyen a Juan Carlos I, quien se dispone a librar una batalla defensiva en los tribunales y ha contratado a un experto fiscal como abogado. El emérito ha dilapidado su prestigio y ha arrojado por la borda su propia biografía.
Se trata ahora de salvar la institución, el armazón constitucional que ha impulsado el mayor periodo de estabilidad democrática que ha gozado este país en los últimos siglos. Hay demasiadas cosas en juego y se detectan demasiados enemigos al acecho. Atajada la gangrena, toca afrontar la pandemia. El Rey aparecerá este miércoles junto al equipo gubernamental que dirige el operativo. Será su primera implicación directa y pública en la batalla contra el avance de la plaga.
Luego, se romperá el maleficio, se producirá el anhelado mensaje, se escucharán al fin las palabras del Rey que se reclamaban con insistencia en las redes. El Rey estaba mudo. ¿No le dejaba Moncloa? ¿Tendríamos que esperar hasta Navidad para escucharlo? «La democracia es la desesperación de no tener héroes que nos dirijan», escribió Carlyle. Nadie piensa en Felipe VI como un héroe pero sí en un jefe del Estado que, en estos momentos devastadores, algo tiene que decir a una sociedad atemorizada. Está bien claro cuál es el papel que le toca. Escuchar a los balcones y romper a hablar. La gangrena, la pandemia y la mordaza.