Javier Zarzalejos-El Correo
- La búsqueda del bien común y la predisposición al entendimiento son apelaciones necesarias que definen la institución de la Corona
Pocas cosas son tan corrosivas para un monarca como la exposición al halago cortesano. Y pocas cosas hay tan dañinas para una sociedad políticamente bien organizada como la de perder la noción de la importancia de las instituciones. Elogiar el papel del Rey, junto con la Reina, la Princesa de Asturias y la Infanta, en el acompañamiento y el apoyo a todos los afectados por la dana no es un halago gratuito. Es un acto de reconocimiento bien ganado que revaloriza el sentido de la institución que simboliza la unidad y permanencia del Estado, que tiene poderes arbitrales y que se encuentra legitimada para impulsar la acción de las administraciones en situaciones como la que aún padece el Levante español.
No se podrá decir de Felipe VI que ha tenido un reinado fácil desde que sucedió a su padre. La convergencia de crisis políticas y económicas, con sus profundas consecuencias sociales, ha percutido en la Corona, ya inicialmente lastrada por la conducta poco edificante del Rey emérito al final de una vida pública, por lo demás, definida por el éxito histórico de Don Juan Carlos como piloto de la Transición a la democracia.
Lo que los ciudadanos han podido ver, en una mirada libre de prejuicios, no es solo a una personalidad relevante que habla con los vecinos de los pueblos devastados, que insta a las administraciones a actuar y comparte una tragedia con una cercanía humana perfectamente perceptible. Lo que se ve, incluso cuando no se verbaliza, es una institución del Estado en acción, su propia Jefatura. Y lo que sorprende y conforta a la vez es precisamente eso, ver una institución desplegando su fuerza integradora y suscitando confianza y agradecimiento.
Contemplar una institución es una visión casi olvidada en un país en el que la quiebra de las instituciones se quiere presentar como un logro democrático. Lo que cotiza en amplios sectores políticos y de opinión no es la exigencia que significa representar una institución, exigencias de probidad, de respeto, de compromiso y de legalidad. No; lo que se elogia es la habilidad de los gobernantes para desconocer la institucionalidad; se elogia la ocupación del poder sin límites, la manipulación de los procedimientos para tergiversar el sentido de las normas y el funcionamiento de las instituciones. El Parlamento simplemente se congela; los organismos reguladores se invaden en virtud de una legalidad formal con la que se pretenden legitimar prácticas divisivas y arbitrarias.
Difícilmente puede esperarse otra cosa cuando se gobierna el Estado con aquellos que tienen como objetivo programático el de la destrucción de este. No hay lugar para un mínimo sentido institucional cuando el presidente del Gobierno anuncia su disposición a reunirse con un fugado de la Justicia, con la excusa falaz y, una vez más, incompatible con el Estado de Derecho, de que al prófugo se le ha aplicado -es decir, él le ha aplicado- ya una «amnistía política», aunque el Tribunal Supremo rechace que el fugado de Waterloo sea acreedor de ese beneficio de olvido e impunidad.
En este panorama de deconstrucción institucional, es perfectamente lógico que emerja la figura del Rey y de la Corona, ya sea asegurando la continuidad en la persona de la Princesa de Asturias, ya en la presencia y cercanía a los damnificados por una tragedia de proporciones abrumadoras. No se trata de contraponer a la Corona con la acción del Gobierno. Se trata simplemente de constatar el papel de la Corona sobre un vacío institucional, un magma político en el que casi todo ha adquirido un estado de liquidez preocupante: las leyes y los parlamentos, las coaliciones y los partidos, las referencias culturales y políticas en otro momento consideradas esenciales.
Entre estas referencias destacan dos, bien desarrolladas por el Rey en su mensaje de Navidad. La primera, el bien común como guía de la acción política, la recuperación de un sentido compartido de implicación mutua para afrontar los problemas que nos afectan. La segunda, el espíritu de consenso, de predisposición al respeto y al entendimiento como un ámbito al que debe dejar espacio la confrontación democrática, esa «concordia sin acuerdo» de la que habló Julián Marías en una aguda descripción de lo que significa un sistema democrático. Ambos imperativos, la búsqueda del bien común y la predisposición al entendimiento que marcó el proceso constitucional de 1978, son apelaciones necesarias que enmarcan y definen con perfiles propios la institución de la Corona y a quien la representa.