José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
La presencia de Felipe VI no parece tangible en determinadas ocasiones porque no tiene que serlo. Su actuación en el ámbito público debe asemejarse a veces a la ley de la gravedad: existe pero no se nota
«‘¡Guardias civiles!, ¿Juráis o prometéis por vuestra conciencia y honor cumplir fielmente vuestras obligaciones, guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, obedecer y respetar al Rey y a vuestros jefes, no abandonarlos nunca y, si preciso fuera, entregar vuestra vida en defensa de España?’.
A lo que los guardias civiles contestarán:
‘Sí, lo hacemos’.
El jefe de la unidad replicará:
‘Si cumplís vuestro juramento o promesa, España os lo agradecerá y premiará, y si no, os lo demandará’. Y añadirá: ‘Guardias civiles, ¡Viva España! y ¡Viva el Rey!’, que serán contestados con los correspondientes ‘¡Viva!’.
El texto anterior es copia literal del artículo 4º de la Ley 29/2014 de 28 de noviembre de Régimen del Personal de la Guardia Civil y conviene su difusión pública para desmentir a aquellos que, con una frivolidad escalofriante, manejan con soltura la posibilidad de una «insubordinación» de un cuerpo policial de naturaleza militar que, en la actualidad, está compuesto por más de 78.000 efectivos bajo la doble dependencia de los ministerios de Defensa e Interior. Es decir, sometidos a las órdenes del legítimo Gobierno de España.
Por su naturaleza militar, la Guardia Civil forma parte de las Fuerzas Armadas cuyo mando supremo corresponde al Rey (artículo 62.h de la CE). Y es misión de las Fuerzas Armadas, entre otras, «garantizar el ordenamiento constitucional» (artículo 8 de la CE). España se constituye en «Estado social y de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político» residiendo la soberanía nacional «en el pueblo español» (artículo 1º de la CE). Eso es lo que las FAS y la Guardia Civil deben defender y, efectivamente, defienden.
Causa perplejidad que la ministra de Defensa, Margarita Robles, haya tenido que reiterar pública y privadamente, que la Guardia Civil no se insubordinará bajo ningún concepto. Y alarma que hasta miembros del Gobierno, amparados por el silencio de su presidente, sugieran «golpismo», intención de «derrocar» al Ejecutivo con alguna suerte de asonada o atribuyan a partidos políticos con representación en el Congreso la intención de alentar un «golpe de Estado». ¿De quién o quiénes se valdrían para intentarlo siquiera?
Este tipo de declaraciones, insinuaciones, soflamas, además de basarse en insidias, inoculan en la sociedad española —y eso es lo que se pretende— una sensación de inseguridad, de zozobra, de descontrol y de crisis, incluso, del sistema constitucional. Se combinan en muchos casos —¡qué paradoja!— con ataques a la monarquía y a la figura del Rey que es el garante último de la democracia por expreso mandato de la Constitución.
La figura del jefe del Estado está presente de forma permanente en la vida pública e institucional española. También, discretamente, en y durante la crisis de la Guardia Civil torpemente conducida por su actual Directora General y por el ministro de Interior, ambos merecedores de un cese inmediato no solo por incompetentes sino también este último por sus versiones contradictorias esgrimidas tanto en el Congreso como en el Senado. Pero la presencia de Felipe VI no parece tangible en determinadas ocasiones porque no tiene que serlo. Su actuación en el ámbito público debe asemejarse a veces a la ley de la gravedad: existe pero no se nota. Es una fuerza tractora, permanente, que solidifica las garantías de continuidad del Estado democrático aun en las peores situaciones de crisis.
Con el Rey al frente del Estado, y con sus poderes simbólicos que solo se hacen efectivos en situación de emergencia (como en el 3-O de 2017), toda esa farfolla dialéctica de los que utilizan un imaginario golpismo como trinchera para justificar su belicosidad ideológica, resulta especialmente ridícula. Quieren olvidar esos políticos irresponsables, además, que el colectivo que más padeció la letalidad terrorista fue la Guardia Civil: más de 200 de sus efectivos fueron asesinados por ETA, casi el 24% del total de las víctimas de esa organización delincuente. En la lucha antiterrorista, los comportamientos policiales que infringieron el Código Penal fueron juzgados y sancionados, se tratase de quien se tratase en el Instituto Armado. Y nunca se escuchó un bisbiseo de «insubordinación». Porque la única intentona golpista que hubo (23-F) la redujo Juan Carlos I.
El Rey, Felipe VI, jefe del Estado, al que zarandea dialécticamente esa extrema izquierda en el Gobierno y sus socios independentistas, está en la Zarzuela, ejerciendo sus funciones constitucionales, siendo la primera de ellas el amparo de las libertades. Y como garantía de los derechos constitucionales, las Fuerzas Armadas y la Guardia Civil, sometidas ambas sin margen de discusión alguno a los legítimos poderes ordinarios del Gobierno. La misión apartidista esencial del Rey, además de su convicción, no es otra que mantener incólume la democracia constitucional de 1978. Y la cumple escrupulosamente.