EL MUNDO 24/06/14
ARCADI ESPADA
Como se sabe, el asunto más inquietante del golpe del 23-F, y el que ha segregado más abundante bibliografía, no fue la castiza y criminal irrupción en el parlamento del teniente coronel Tejero sino las oscuras operaciones en torno a la posibilidad de eludir al Parlamento en la designación de un nuevo gobierno. Así pues, no fue solo contra los tanques de Milans y el tricornio de Tejero contra los que se alzó el Rey Juan Carlos aquella noche. Lo hizo también contra el golpe de palacio. Y lo hizo con la Constitución en la mano, recitándola. Tres décadas después, y aún caliente su proclamación, el Rey Felipe ha recibido durante el fin de semana los consejos, por no decir las instrucciones, del presidente Mas, del conde de Godó y de Juan Luis Cebrián para que vaya más allá de la Constitución y facilite una solución para el conflicto creado por el nacionalismo catalán. Lo puramente extraordinario es el carácter exhibido y desacomplejado que han tenido estas intervenciones políticas y periodísticas, tendentes, como entonces, a que una fuerza superior obligue a los demócratas y sitúe la resolución de una crisis política al margen de la Constitución. Los prohombres citados y el inmoral ambiente que los empuja no solo hacen como si desconocieran las elementales limitaciones de la monarquía parlamentaria y las abruptas lecciones españolas sobre la entrada de los reyes en política; es que están diseminando la convicción falaz de que el problema nacionalista es demasiado importante para la vulgar democracia. Se trata, probablemente, de la más grave consecuencia hasta ahora detectada del sostenido jugueteo de todos estos años con los llamados derechos históricos y esa prístina legitimidad del autogobierno de algunas comunidades que no encontraría acomodo en la legalidad constitucional y en la igualdad de todos los ciudadanos; y emparenta fatalmente la naturaleza anacrónica de la monarquía con la del nacionalismo, cuya intimidad con la democracia es la misma que la del axioma.
En la activa discusión sobre la monarquía de estos últimos meses se ha invocado la necesidad de que la institución observe una conducta transparente. El propio Rey se refirió a ello en su discurso de proclamación. Cabe esperar que no se limite a la distribución de sus asignaciones presupuestarias. Por más que algunos de los que han reclamado tan enfáticamente la transparencia le demanden ahora un inusitado ejercicio de opacidad constitucional y política.