EL CONFIDENCIAL 03/06/14
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Aunque el Rey, seguramente, está enfermo, no quiso refugiarse en sus achaques –insisto, que los tiene y serios– para así componer una pieza oratoria dimisionaria muy inteligible y contundente. El párrafo fundamental de su intervención fue este: “En la forja de ese futuro, una nueva generación reclama con justa causa el papel protagonista, el mismo que correspondió en una coyuntura crucial de nuestra historia a la generación a la que yo pertenezco. Hoy merece pasar a primera línea una generación más joven, con nuevas energías, decidida a emprender con determinación las transformaciones y reformas que la coyuntura actual está demandando y a afrontar con renovada intensidad y dedicación los desafíos del mañana”.
Don Juan Carlos, al pronunciarse en estos términos, no sólo estaba despidiéndose de la Jefatura del Estado, sino que invitaba a una ancha y poderosa generación instalada en la clase dirigente de diversos ámbitos a tomar nota de su decisión de renuncia. El Monarca pareció un nuevo Sansón: me voy yo, pero conmigo deberían irse otros muchos más. El Rey se limitó a aplicarse a sí mismo una lógica implacable de doble naturaleza: la que impone el transcurso del tiempo, por una parte, y la que dicta la comisión de errores que ya no admiten corrección, por otra.
Por eso la abdicación de Don Juan Carlos no fue presentada por él mismo como un acto aislado, sin dimensión más allá de la personal. Muy por el contrario, tuvo la lucidez –y la grandeza– de advertirse a sí mismo y advertir a los demás. Fue lo que una abdicación debe ser: un acto de Estado y un instrumento de saneamiento, regeneración y continuidad de la institución monárquica, tras un reinado provechoso –en muchas cosas– y ensombrecido –en otras– de casi cuarenta años.
El discurso del Rey –que lo seguirá siendo hasta que sancione la ley orgánica que establezca su estatuto y sea proclamado el Príncipe de Asturias por las Cortes Generales como Felipe VI– ha defraudado las expectativas del legítimo pero minoritario segmento social republicano porque se ha mostrado abierto al cambio generacional y a las reformas en lo que sea necesario, sin encastillamientos en lugares comunes ni apelaciones épicas o sentimentales. De su discurso no podrán extraer los republicanos ni un adarme de inmovilismo o autocomplacencia.
El discurso del Rey ha defraudado las expectativas del legítimo pero minoritario segmento social republicano porque se ha mostrado abierto al cambio generacional y a las reformas en lo que sea necesario, sin encastillamientos en lugares comunes ni apelaciones épicas o sentimentales
Y su discurso ha alertado también a los grandes representantes políticos, sociales, empresariales y culturales del país, que desde ayer deben sentirse serenamente concernidos por las palabras de Don Juan Carlos, cuya interpretación es simplicísima porque sólo requiere literalidad. No hubo en la intervención del Rey ninguna clave esotérica, ninguna trampa semántica, ni el más mínimo recurso ambiguo. Fue claro como la luz.
Por lo demás, el Monarca ha sido un rey sin corte, y la que se pretendió formar en torno a él –esa que calificaba de “irresponsables”, “baladíes”, “cuentistas” e “ignorantes” a los que propugnaban desde la lealtad monárquica la necesidad de una oportuna abdicación– quedó ayer en el peor de los ridículos. Porque el jefe del Estado demostró una majestad (generosidad patriótica) que sus aduladores en el fondo jamás le reconocieron. Los que pugnaron por que el Rey dejase de serlo sólo en el féretro se comportaron como los cortesanos que llevaron a Isabel II al exilio de París y a su abuelo Alfonso XIII a su precipitada salida por Cartagena en abril de 1931.
El Rey es depositario –como buen Borbón– de una memoria privilegiada. Para lo bueno y para lo malo. Los siglos XIX y XX le aleccionaron mucho más sobre lo que no debía hacer que sobre lo contrario. Y el Rey sabía –y lo sabía desde hace mucho tiempo– que enrocarse, perpetuarse, era la mejor manera de repetir una historia desdichada como es la de su dinastía. Hay que poner en valor en este momento histórico a un entorno del Monarca que, con paciencia y conciencia de la delicadeza de este grave asunto, ha aconsejado a Don Juan Carlos y le ha plasmado en una buena pieza oratoria su intervención dimisionaria.
La abdicación del Rey es y será condición necesaria de regeneración, pero no suficiente, si no es atendido su mensaje por quien deba sentirse concernido por él –su generación–. Sin embargo, ya no podrá argüirse que el primer magistrado del Estado no se ha comportado como un Sansón con los filisteos para dejar libre y expedita la vía de acceso al panel de mandos de la sociedad española a las nuevas generaciones. La abdicación de Don Juan Carlos habría cumplido así su sentido –político y patriótico– más profundo.