JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • La deplorable situación en que el Supremo de EE UU ha dejado a su sociedad recuerda la vigencia necesaria de las cautelas liberales ante la democracia

Si fueran mínimamente congruentes con sus argumentos y preferencias, la reciente sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos que modifica su anterior doctrina sobre el derecho al aborto y declara que esta cuestión debe ser libremente decidida por el pueblo debería hacer saltar de alegría a tantos y tantos políticos e intelectuales españoles que durante años, y todavía hoy, proclaman que debe ser la sociedad misma la que decida cuestiones políticas trascendentales (como, por ejemplo, la secesión de un territorio). Que no hay que impedir ni limitar al pueblo o sus representantes para decidir sobre temas que le afectan, que no hay que judicializar la política sino dejarla que corra libre y espontánea, encauzada sólo por la voluntad popular. Que la democracia consiste en eso precisamente, en que decida el ‘demos’, directamente o a través de sus representantes políticos. Que todos los límites y reservas que los regímenes liberales han impuesto a la voluntad del pueblo en forma de temas prohibidos o derechos inviolables no son sino rasgos antipopulares de unas democracias degradadas.

Bueno, pues ahí lo tienen como lo querían: la mayoría conservadora del Tribunal Supremo dice que no hay límite implícito alguno en la Constitución de 1787 sobre la materia de interrupción del embarazo, que el pueblo es libre de legislar sobre ello como le parezca, y hacerlo además en cada Estado federado, en la instancia política más próxima a la ciudadanía. Que es la política y no los jueces la que debe decidir. ¡Albricias, deberían decir muchos por aquí, la democracia ha ganado por goleada, la justicia se ha autorrestringido y ha dejado su sitio libre a la política! ¡Por fin la buena doctrina!

Y, sin embargo, no parece que nuestros esencialistas democráticos, o los nacionalistas partidarios del «derecho a decidir», o la progresía en general (que siempre ha vituperado a los tribunales como si fueran límites contra la voluntad popular) estén contentos. Pues no resulta sino que en este caso les parece que era mejor que el derecho al aborto estuviera protegido por los tribunales como límite implícito constitucional intocable en su meollo por la acción de los poderes legislativos o populares; porque resulta que esos poderes y ese pueblo parece que en muchos lugares son muy conservadores o directamente prohibicionistas; y parece que si dejamos en su mano la decisión, igual hasta prohíben la interrupción voluntaria del embarazo.

Y hasta ahí podíamos llegar, eso no, el pueblo puede y debe decidir, pero… sólo cuando lo haga bien, en el sentido que nos gusta, con la corrección moral en que creemos y valoramos. Si el pueblo va a decidir mal, entonces mejor que se lo impidan, que decidan los tribunales por él. Fantástica exhibición de incongruencia.

Es obvio que la arquitectura de los sistemas democráticos en que intentamos habitar no puede depender de las preferencias morales aplicables a cada caso. La norma procedimental que es buena cuando nos satisface su resultado práctico no puede ser mala cuando éste nos disgusta. Una de ellas, esencial para instituir una democracia liberal, es la de que la capacidad del pueblo para adoptar decisiones por sí o a través de sus representantes está severamente restringida de forma que una serie de cuestiones son indecidibles, están más allá del poder de la sociedad. Como Luigi Ferrajoli recordaba con agudeza, si en 1789 se hubieran puesto a votación de las personas los derechos fundamentales de la persona, no habrían salido aprobados. Igual que ahora, en muchos Estados de EE UU, la mayoría popular eliminaría prácticamente el aborto si se le deja.

Por eso un rasgo constante de los derechos fundamentales derivados de la igual dignidad de todos es el de ser antimayoritarios, son siempre los derechos de la minoría que precisa protección por serlo. Y por eso no están al alcance de la política, sino más allá. Y lo mismo sucede con una serie de elementos estructurales de una sociedad abierta, que están más allá de la decisión popular.

La deplorable situación en que el Tribunal Supremo de Estados Unidos ha dejado a su sociedad después de su ominosa sentencia ha venido, aunque sea de forma indirecta, a recordarnos la vigencia necesaria de las cautelas liberales ante la democracia: no siempre es bueno que el pueblo pueda decidir.