Al menos en el Partido Popular tienen la excusa de la conmoción, porque Barberá, como delataba la congoja culpable del presidente que dictó la defenestración de esa-persona-de-la-que-me-habla, era para ellos uno de los nuestros. Se pueden entender sus excesos, al menos hasta el límite de Villalobos, capaz de hacer una olla podrida con cualquier hueso. Pero la muerte no blanquea una biografía, a pesar de nuestra inveterada tradición, según ironizaba Amado Nervo. Va de suyo que esto no entierra los años turbios en Valencia, pero es miserable proclamarlo con el desfibrilador aún sin apagar. Podemos carece de excusas. Convertir en trinchera incluso un acto de condolencias les retrata. Ya avisaron de politizar el dolor. No les bastaba con un mannequin challenge en el escaño sin alborotar el luto con el show de su superioridad moral. Claro que son los mismos del homenaje hiperbólico a Hugo Chávez, a cuya sombra Barberá parece Sor Juana Inés.
La rivalidad política o la crítica de los medios tiene fronteras, y la deferencia fúnebre parece básica. En algún lugar de sus memorias, Helmut Köhl, tras desvelar un catálogo de traiciones, apunta algo más profundo y elemental que el respeto político: el respeto a secas. Rita Barberá ayer no era un actor político, sino un ser humano apagado tras un drama existencial desde la gloria política a la miseria. Habrá tiempo para indagar y escribir la verdad, y tal vez desde mañana, según la tradición de culpar de todo a un muerto, incluso sea un pim-pam-pum en su corte pitufera; pero negarle sesenta segundos de paréntesis funeral por marketing táctico no define la regeneración de la nueva política, sino su degeneración.