JAMÁS había sucedido durante la V República: a una semana de la primera vuelta electoral ninguno de los cuatro primeros candidatos a la presidencia francesa ha quedado descolgado. Tanto Le Pen como Macron, Mélenchon o Fillon pueden llegar a la segunda vuelta. Y eso quiere decir sobre todo esto: lo impensado, lo impensable, que Marine Le Pen o Jean-Luc Mélenchon sean presidentes de Francia, ya es una posibilidad real. Hay una manera brutal de describir esa posibilidad: después de 1945 el fascismo y el comunismo vuelven a competir frente a frente en Europa. Brutal aunque quizá demasiado sumaria, porque en realidad el fascismo y el comunismo francés de hoy están más cerca del pacto de Múnich que de Stalingrado. Mélenchon y Le Pen solo son la versión roja y negra de la misma debacle populista. O para decirlo en el lenguaje de ayer: de la misma crisis de las democracias.
Hasta hace unas semanas el sistema electoral francés tranquilizaba a los europeos razonables. Aunque se temía que Le Pen pasara a la segunda vuelta, se daba por descontado que una vez allí cedería ante Macron o Fillon, capaces de agrupar el voto democrático más allá de sus marcas respectivas. Hoy ese sistema corre el riesgo de volverse una trampa saducea, capciosa, y de dar una respuesta fatalmente inconveniente. ¿Qué podría hacer un demócrata francés ante la obligación de elegir entre Le Pen y Mélenchon? ¿Qué nueva acepción estremecedora tendría entonces l’embarras du choix, esa duda tan francesa? Y en el caso de que ese demócrata se abstuviera, ¿qué legitimidad tendría entonces un presidente elegido con un inédito, por mínimo, porcentaje de votos? De la pesadilla del pírrico combate apenas despunta la composición de una Asamblea Nacional que los franceses votarán en junio y donde ni fascistas ni comunistas tendrán fácil la mayoría. Sin embargo, para convocar un referéndum contra Europa, como esos dos despreciables candidatos han prometido, basta la palabra presidencial, cuyo peso en el sistema francés es, por lo demás, imponente.
Estos días, y salvo en los mítines de Macron, en Francia solo se habla de nación y de identidad. La decadencia es imparable. Para comprenderla bien basta con exhibir el caso de una aldea cercana. Francia se asoma a la dimensión política desconocida, entre la xenofobia y el chavismo, donde lleva tiempo instalada Cataluña. El lugar donde el nacionalpopulismo convierte la democracia en un refinamiento.