Kennedy fue también el símbolo de la ilusión de una era. No sabemos qué recuerdo dejará el primer presidente negro en los EEUU, pero sí conocemos la leyenda que aún rodea la figura del asesinado en Dallas. A veces hay más vida en lo soñado que en lo visto con los propios ojos, y la parte inmortal de la memoria se hace, la gran mayoría de las veces, a base de espejismos, de silencios y rostros desfigurados.
TAMERLÁN, castigador de Oriente, fue el último y quizá el más terrible de los aguerridos depredadores que Asia central dio a la historia. Los relatos del siglo XIV retratan su paso por el mundo como la culminación de sus implacables antepasados mongoles. Ni una migaja de compasión detuvo nunca su mano. Las carnicerías que llevó a cabo sobrepasan las de aquellos que le precedieron: sólo en las ruinas de Bagdad dejó una pirámide de noventa mil calaveras.
El mundo entero temblaba de horror cuando oía hablar de este infatigable guerrero que planeaba las campañas con detalle y las conducía personalmente. Tampoco fueron escasos los que se pusieron a soñar con Samarcanda, aquella ciudad que, según González Clavijo, embajador de Castilla, era el espejo del mundo y la primera ciudad de Asia, la capital que Tamerlán cubrió de mosaicos y doradas cúpulas donde los ojos del poderoso y endurecido conquistador mongol ardían sin brillo sobre los aterrados sirvientes y los temerosos embajadores.
Ésta es la terrible imagen que Tamerlán dejó por siglos en la asustada imaginación del mundo. Pero en 1941 ocurrió algo que rebajó la legendaria figura del conquistador mongol. Ese año un equipo de arqueólogos soviéticos abrió su tumba y encontró intacto el esqueleto de un hombre pequeño y cojo, que al morir tenía el brazo derecho atrofiado.
La memoria del mundo está hecha de verdades sabidas, pero también de fantasías y temores, y más de una vez, de pesados silencios e insospechadas simplificaciones. Tan sólo un año después de que los arqueólogos soviéticos nos dieran un retrato de Tamerlán más ajustado a la realidad histórica, menos imponente de lo imaginado por muchos de sus coetáneos, John Keynes pronunciaba en Londres una conferencia que proyectaría sobre el mundo una nueva imagen de Newton. Durante años, Keynes había analizado obsesivamente un montón de documentos de Newton que la Universidad de Cambridge había considerado sin valor científico y que él había adquirido en una subasta. Aquellos legajos polvorientos eran sorprendentes. Una vez sumergido en ellos, Keynes ya no pudo seguir viendo a Newton con los mismos ojos que sus antepasados. Tampoco podrían los sorprendidos oyentes de su conferencia.
«Desde el siglo XVIII -dijo Keynes en aquella velada de 1942, en medio del estrépito de la Segunda Guerra Mundial- Newton ha sido considerado el primero y más grande de los científicos de la era moderna, un racionalista, alguien que nos enseñó a pensar de acuerdo con los dictados de la razón fría y carente de emoción. Yo ya no puedo verlo bajo esa luz». Y a continuación, Keynes añadió con elegante rotundidad: «Newton no fue el primer hombre de la edad de la razón, fue el último de los magos, el último de los babilonios y de los sumerios, la última gran mente que contempló el mundo visible e intelectual con los mismos ojos que lo hicieron quienes empezaron a construir nuestra herencia cultural hace casi diez mil años».
Keynes no se equivocaba, como han podido demostrar estudiosos posteriores. El Newton real, de carne y hueso, no el Newton de la leyenda, fue un hombre enredado en el fantástico mundo de la alquimia, entregado a la búsqueda ocultista de la piedra filosofal, convencido de que la cronología de la Biblia le permitiría predecir el Apocalipsis. Años después de publicar sus famosos principios matemáticos, Newton aún estaba empeñado en descubrir la forma exacta del Templo de Salomón, que consideraba la mejor guía para conocer la topografía de los cielos.
Lo que recordamos es inseparable de lo que pensamos que ocurrió, y en la mayoría de los casos juzgamos los acontecimientos y los personajes de la historia en función de imágenes y simplificaciones heredadas. Las anécdotas de Tamerlán y Newton no son aisladas. Preguntemos a Tácito si la época de Trajano, Adriano y Marco Aurelio puede describirse como el período de la historia en que la humanidad ha sido más próspera y feliz, como dijo el ilustrado Edward Gibbon en el siglo XVIII. De poder contestarnos, Tácito lo haría seguramente con la anécdota de aquel comandante romano que había acabado de forma brutal con el levantamiento de una tribu germana y que a continuación informó a Roma que había llevado la paz a la región. «Crean un páramo -escribe Tácito- y lo llaman paz».
Los ejemplos pueden multiplicarse. Porque casi siempre, los ojos ven lo que quieren ver, aquello que estamos acostumbrados a creer, aquello en lo que queremos creer. Hoy, que vivimos una época de frívolo maniqueísmo, nada resplandece más en el firmamento que el triunfo de Barack Obama. Alguien ha recordado que la guerra de secesión, la de Abraham Lincoln, comenzó con la separación de Virginia, que no aceptaba la liberación de los esclavos, y sólo ha terminado casi siglo y medio después, cuando Virginia, precisamente, ha votado por el candidato afroamericano. Hay también quien ha dicho que el tiempo ha dado por fin la razón a Luther King y se la ha quitado a Malcolm X, y que aquel sueño de agosto de 1963, anunciado desde la blanca escalinata del Capitolio -un sueño frágil, destinado a una vida incierta y vaporosa- se ha hecho ahora realidad.
Tranquilo, con un gran dominio del lenguaje y una batería de ideas claras y ambiciosas, Obama ha devuelto la autoestima a su país. Ha encontrado las palabras adecuadas. Ha conmovido y convencido, y ha demostrado que los buenos discursos, como los libros, pueden tener preciosas consecuencias. Todos los analistas parecen estar de acuerdo en que ahora sí podemos tener esperanza. Y tienen razón. A pesar de ello, no estaría de más recordar lo que Churchill observaba en su diario días después de su celebrado discurso Sangre, sudor y lágrimas: «La retórica puede sacudir el mundo, pero no es garantía alguna para la supervivencia».
Tampoco la esperanza ni el destello ilusionante bastan para dirigir con éxito ningún país. John Kennedy es un buen ejemplo. También Kennedy llegó a la Casa Blanca tras dos fríos mandatos republicanos que habían cegado el cauce político a otros modos de entender el mundo. También Kennedy proyectó una imagen joven y segura frente a un candidato, Nixon, confuso y cansado, sobre el que pesaba el recuerdo de la caza de brujas. También los problemas a los que se enfrentaba eran inmensos: los planes para la invasión de Cuba preparados por la CIA, la explosión guerrillera revolucionaria en América del Sur, las guerras postcoloniales en África, la presencia norteamericana, interesada y peligrosa, en Vietnam, o el contrapunto agresivo del mandatario soviético Kruschev. También el presidente de la «nueva frontera» consiguió seducir a la confiada Europa anunciando un cambio de época. También Kennedy puso de moda la esperanza de que «los años que vienen van a ser diferentes». Pero lo que vino, en realidad, fueron los mismos problemas bajo nombres distintos, algo que, hasta después de morir el presidente, muy pocos advirtieron.
Como Obama hoy, Kennedy fue ayer el símbolo de la ilusión de una era. No sabemos qué recuerdo dejará el primer presidente negro de los Estados Unidos, pero sí conocemos la leyenda que aún rodea la figura del presidente asesinado en Dallas. A pesar de las grandes fisuras de la política interior y exterior de su mandato, su orgullosa y seductora sonrisa aún ilumina los años sesenta con el fuego más intenso. Y lo hace de la misma manera que la terrible mirada de Tamerlán atenaza el lejano Oriente del siglo XIV. Ambos -Kennedy, Tamerlán- parecen dos caras de una misma moneda: nos recuerdan que a veces hay más vida en lo soñado que en lo visto con los propios ojos, y también que la parte inmortal de la memoria se hace, la gran mayoría de las veces, a base de espejismos, de silencios y rostros desfigurados.
(Fernando García de Cortázar es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Deusto)
Fernando García de Cortázar, ABC, 2/12/2008