LIBERTAD DIGITAL 08/08/16
JESÚS LAÍNZ
El destino no pudo darle apellido más apropiado. Porque, por encima de cualquier otro adjetivo que se quiera emplear para definir a Gustavo Bueno Martínez, siempre descollará el hecho de que fue un hombre bueno.
Mucho se ha escrito, y mucho se va a escribir estos días, sobre una ingente obra filosófica desplegada a lo largo de más de medio siglo. Pero, dada la mayor autoridad de quienes lo vayan a hacer, entre ellos sus discípulos directos, yo prefiero quedarme con la persona más que con el filósofo. Porque si su cabeza fue portentosa, su corazón fue mejor.
Tuve la suerte de conocer a Gustavo Bueno a finales de 2004, cuando me honró con el privilegio de presentar mi primer libro en la sala de conferencias de La Nueva España de Oviedo. Autor primerizo y ávido lector de su España frente a Europa y otras obras sobre los problemas políticos contemporáneos (Telebasura y democracia, El mito de la izquierda), he de confesar mis nervios cuando le estreché la mano por primera vez en el café previo a la conferencia. Pero él me recibió con la más franca de las sonrisas y las más amables de las palabras. Y jamás abandonó esa sonrisa y esa amabilidad en las muchas ocasiones en las que, desde entonces, tuve la suerte de compartir con él estrado, tribuna, reunión, sobremesa y paseo.
Cada conversación con Gustavo Bueno era una lección magistral y una fiesta. Porque a sus conocimientos enciclopédicos sobre cualquier tema que surgiese, y a su claridad expositiva, los salpimentaba con comentarios jocosos para amenizar su enérgico discurso. Todos los que alguna vez fueron su público saben de su vehemencia, de su entrega, de la sinceridad de unas palabras que le hacían sudar en el estrado y a las que jamás filtró para quedar bien con nadie. Por eso, cuando le pareció insoportable la mentecatez de un presidente del gobierno de infausto recuerdo, tuvo la paciencia de denunciarlo dedicándole todo un libro. O cuando, ante la cristofobia universal, y a pesar de su pensamiento materialista, defendió en cien palestras el insustituible valor del catolicismo en el mundo actual. O cuando, constatando la imposibilidad creciente de razonar y dialogar en un mundo alérgico al conocimiento, al raciocinio y a la fundamentación de las opiniones, se preguntó si quizás habría que concluir que el único camino posible hacia un régimen político justo sería romper las urnas.
No es fácil encontrar una persona capaz de tratar de asuntos filosóficos, teológicos, históricos o musicales con la solidez y profundidad de Gustavo Bueno, ateo por la gracia de Dios, filósofo todoterreno y pianista en la intimidad. Y menos aún si todo ello lo hacía con simpatía y con una total ausencia de soberbia que se reflejaba en el respeto con el que escuchaba las opiniones del más humilde de sus interlocutores. Porque el mundo está lleno de idiotas ilustrados a los que cada libro que leen sólo les sirve para ahondar en su idiotez y para levantar la nariz marcando distancias con los pobres mortales que no han llegado a su altura. Semejante actitud siempre fue inimaginable en ese sabio de verdad, ese sabio bondadoso que se llamó Gustavo Bueno. Todos los que lo trataron lo saben.
Si el destino le impuso un apellido calificativo, también el destino ha querido que nos haya dicho adiós tan solo dos días después de haberse despedido de su amada esposa Carmen. Una larga vida juntos de la que también se han ido juntos.
Si Dios existe, seguro que ha sentado al bueno de Bueno a su diestra para pasar una eternidad discutiendo con él de mil asuntos filosóficos. Incluido el de la existencia de Dios.