FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

«Hay políticos que, tratando de salvar los muebles, queman la casa». Felipe González hacía esta consideración la otra noche en Madrid en un contexto en el que, citando una apreciación del ex secretario general de la ONU, Kofi Annan, coexisten «grandes problemas y cabezas pequeñas» (cabezas de chorlito, diría un español). Fue a propósito del laberinto británico y de la espiral desatada por Cameron al prometer un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea para frenar el voto de los euroescépticos. Su desenlace le costó su carrera y que Gran Bretaña sea hoy, como la Rusia de Churchill, «un acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma».

A Cameron le ardió la cresta punk con los colores de la Union Jack con que The Economist ilustró su portada de balance de sus primeros 100 días de Gobierno catalogándolo como «el gobernante más atrevido del Oeste». Siendo el político de las islas más confiado al consejo de los asesores, no se atuvo a la prevención de Edward Heath, quien no quiso una consulta sobre la entrada en la Comunidad Europea con el argumento de que los diputados eran comisionados del pueblo y, en una democracia representativa, la voluntad del Parlamento es soberana. Un Cameron, capaz de grandes riesgos –como el referéndum escocés–, sería el tercer primer ministro tory–luego vendría May– que caía arrastrado por la cuestión continental.

Lo cierto es que a Cameron le salió mal lo que a González le resultó milagrosamente bien con su sufragio sobre la OTAN de 1986. Lo auspició también para acaparar el voto de la izquierda en los comicios de octubre de 1982 para luego virar en redondo y promover su continuidad. Pese al sobresalto, y la imposibilidad manifiesta de haber gestionado un hipotético no, como está sobreviniendo con el Brexit, a González le reputó una proyección de estadista en foros internacionales que aún persiste.

Pero, claro, como González no da puntada sin hilo, es posible que, hablando de la temeridad de Cameron, pensara en Sánchez al ver cómo se atasca en los sondeos y puede ver frustrado su plan para consolidar una mayoría cómoda que le permita gobernar a su modo y manera. Le acaeció al recién fallecido Chirac en 1997 cuando anticipó las urnas para coger desprevenido a un desconocido Jospin, y Pirineos abajo padecieron tales deslumbramientos en los adelantamientos tanto Artur Mas como Susana Díaz, saliéndoles por la culata el disparo con el que querían cobrarse cabezas ajenas.

A juicio de González, España padece una crisis de representantes, que no de representados, y no le falta lógica, pues los resultados de abril facultaron a Sánchez para alcanzar acuerdos en todas las direcciones y con solidez parlamentaria suficiente en todas ellas. En su opción preferente, según proclamó, con Unidas Podemos, pero también a su derecha, bien conjunta o alternativamente con Cs y PP, si hubiera ofrecido –y era su obligación tras aceptar la encomienda del Rey– de ofrecer, en cualquiera de las disyuntivas, un programa común. Pero, con estas cuartas elecciones en cuatro años del 10-N, Sánchez parece resuelto a seguir, con la ventaja de disponer en campaña del dinero y los medios públicos de la manera tan desaprensiva en que lo viene haciendo desde que ocupa La Moncloa, hasta que los españoles le den los escaños que cree merecer.

Si los argentinos bromean con que «si crees que te has enterado de lo que nos ocurre, es que no te lo han explicado bien»; otro tanto se percibe en esta España a salto de mata o expuesta al salto de la rana de Sánchez. Lleva al ruedo político el brinco con la muleta que pegaba aquel revolucionario de la tauromaquia que fue Manuel Benítez El Cordobés para provocar el arranque del animal y que reedita Sánchez agitando la bandera de España después de tenerla en el desván para no enfadar a sus socios independentistas que le llevaron a La Moncloa tras su moción de censura Frankenstein contra un pasmado Rajoy.

Pero, claro, en medio del tremolar de banderas, Sánchez no aclara si, en justa correspondencia, está dispuesto a renunciar a coaligarse con aquellos que hacen bandera –valga la redundancia– de romper España ni están dispuestos a ser españoles al españolazo modo de ni por el forro (no precisamente de la gabardina), como regurgita el peneuvista Ortúzar. ¿Lo hará, Sánchez? No parece. De la misma manera que tampoco un leopardo puede renunciar a sus manchas, por mucho que adorne el cuadro. Es decir, los españoles llegarán a las urnas sin saber qué hará Sánchez en caso de revalidar su victoria, con quién pactará y en qué circunstancias. Ahí radica el enigma de este 10-N con el que, a tenor de su lema de campaña, Sánchez busca cargar votos del centroderecha, preferentemente del caladero de Cs, para rondar los 145 escaños y complementarlos con PNV y errejonistas, más las abstenciones de ERC y Bildu, esto es, mediante la estrategia del cuco que pía en su nido y pone los huevos en el ajeno para que le críen sus polluelos.

Sin embargo, la cosa no rila, a tenor de los sondeos, y su prevista rodadura en llano camino de la meta como gran triunfador se empina con curvas. Por eso, no sería extraño que, tras convocar al embajador norteamericano para pedirle explicaciones sobre el arancel que penaliza la importación de productos españoles como el aceite, el vino o el jamón, haga lo propio –permítaseme la humorada– con su colega británico sobre Gibraltar, si es que no le convoca una manifestación a las puertas de la legación, como Franco.

Conduciéndose a base de volantazos, trata de capear la adversidad cuando calculaba que le bastaría con estar atento a desplegar su velamen para aprovechar bien esos vientos tan favorables a sus intereses. Si pudo complementar hasta tres mayorías estables alternativas con UP, Cs y PP, la fragmentación que pudiera obrar Errejón podría forzarle a tripartitos o a una gran coalición con PP, a lo que no otorgaría –conviene no engañarse– porque descabalaría sus ententes con los nacionalistas en un tercio del territorio, con casos sangrantes como el de Navarra con Bildu.

Hace cuarenta años, en las elecciones de marzo de 1979, en las que Adolfo Suárez revalidaría la Presidencia y que generaron un fiasco en el PSOE al desvanecerse la posibilidad de entrar en La Moncloa, los carteles y vallas del partido del puño y la rosa llamaron la atención. En el retrato que aparecía de González, la cineasta Pilar Miró adoptó, como responsable de su imagen, la decisión de pintarle unas canas. Aspiraba a darle un aire de madurez –como ahora el PP plantando barba a Casado– a aquel postulante de 37 años que se jugaba su segunda oportunidad ante un veterano galán de la escena como era aquel otro abulense de 46 años artífice de la Transición a la democracia.

Pero, si sorprendente resultaba aquella instantánea de un González de cine, cual Clark Gable sin bigote, no lo fue menos el lema de Cien años de honradez que aparecía en las vallas al coincidir las votaciones con el centenario de su fundación por Pablo Iglesias Posse. Pronto el perspicaz Ramón Tamames, dirigente del PCE y candidato por Madrid, apostillaría «…y cuarenta años de vacaciones» por la escasa presencia socialista en la lucha contra el franquismo. Aquel «…y cuarenta años de vacaciones» emborronaría muchas marquesinas rotuladas con los cien años de honradez junto a las imágenes del tipógrafo Iglesias y el abogado laboralista González. Luego, los episodios de corrupción que acompañaron a la gobernación socialista ajaron definitivamente aquella heráldica honradez.

Cuando el lunes Sánchez se valía de su altura de gastador del Ejército para erigirse en mástil de la bandera de España, tras cuatro años de ahorrarse la denominación del país que preside para no incomodar a sus socios de correrías, no había por menos que rememorar los cien años de honradez. Tras fomentar la confusión sobre el concepto de nación –«Vamos a ver, Pedro, ¿sabes lo que es una nación?», le espetó Patxi López–, auspiciar la España plurinacional a la boliviana en el que incluso Madrid sería una nación, o de alcanzar La Moncloa merced a una moción de censura Frankenstein con quienes no ocultan su objetivo de finiquitarla, Sánchez se envuelve en su enseña y saca pecho con su Ahora, Gobierno; ahora, España que ha provocado la denuncia por plagio de la Fundación Francisco Franco.

Durante la presentación, no se le cayó de la boca la palabra España, que repetía como una advocación a cada frase que pronunciaba. Volvía el término España a los carteles socialistas cuando no lo hacía desde 2004. Empero, atendiendo a sus tornadizas posiciones, convendría añadirle, evocando la maldad de Tamames, a ese «Ahora, España», un «… Y mañana, ya veremos». Por eso, con Sánchez, quien personifica la coherencia de la incoherencia, fiarse hoy es engañarse mañana, como acredita este cuatrienio en el que ha sido un factor de inestabilidad, aunque se ofrezca como valor estable frente a la marejada política y económica.

A este propósito, Borges hacía una reflexión que viene como anillo al dedo. Partiendo de la observación de Gibbon, en su Historia de la declinación del Imperio Romano, de que no aparecen camellos en El Corán, el universal escritor subraya que Mahoma, al no haber duda de su naturaleza, podía permitirse ser árabe sin cabellos; «en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página».

No obstante, si lo precisa en pos de los escaños que ambiciona, Sánchez se pasearía por Barcelona con una cinta de la bandera de España en el sombrero como Lerroux, político populista de mil caras, bautizado el Emperador del Paralelo por su capacidad para movilizar a las clases populares barcelonesas, y que culminó su carrera como jefe de Gobierno de la II República. Los nacionalistas le endilgaron el peyorativo término de lerrouxismo por oponerse a quienes ya entonces procuraban «reeditar en España el rompecabezas austrohúngaro». Luego, como presidente del Gobierno, asumiría la responsabilidad de sofocar en 1934 el «acto faccioso» de la proclamación del Estat català por Companys «con olvido de todos los deberes que le impone su cargo, su honor y su responsabilidad».

Si no actuara movido por mero cálculo electoral, este cambio de posición de Sánchez podía ser celebrado como una vuelta a los parámetros socialistas que rigieron con González –«un nacionalista español», fue el saludo que le brindó el principal rotativo norteamericano tras su triunfo del 82– y que se torció con la estrategia de Zapatero –sustanciada en el Pacto del Tinell que hizo a Maragall presidente de la Generalidad– de asegurarse la hegemonía en la España bipartidista mediante su vínculo de sangre con el nacionalismo, a la par que tendía un cordón sanitario en derredor del Partido Popular, de modo que su vuelta al poder sólo fuera factible por una impracticable mayoría absoluta.

Cuesta creer, desde luego, la conversión de un político de mil y una caras sin otra ideología que la obtención del poder a cualquier precio. Lincoln decía que se puede engañar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero que no se puede engañar a todos todo el tiempo. Como no siempre es así, Sánchez persiste con la bandera de conveniencia de España para mejorar sus condiciones electorales. Como esos buques cuya ligazón entre el naviero y el Estado del cual enarbolan su pabellón es accidental, pero al que se acogen por dispensarles mínimos controles de seguridad y caudalosas ventajas sobre su país de origen.