ABC 28/02/14
DAVID GISTAU
· En la farsa del desaire al Príncipe, los representantes institucionales de Cataluña sonrieron como si aprobaran la grosería que ellos no se podían permitir
Asumamos que en verdad la historia se repite como farsa. El episodio del empresario que después de negar el saludo al príncipe hizo lo mismo que el torero después de acostarse con Ava Gardner –correr a contarlo– es la repetición paródica y tonta, intrascendente salvo para el sentido de la educación, de aquel viaje a Guernica de 1981 en el que al Rey le cantaron el «Eusko Gudariak» en un ambiente de volatilidad verdadera. La sociedad y la política estaban entonces imbuidas de responsabilidad ante el advenimiento de un sistema democrático todavía quebradizo: faltaban diecisiete días para el golpe del 23-F, y la cadencia de asesinatos terroristas era pavorosa. Había siempre una inminencia regresiva, como de reanudación del belicismo castizo que durante el siglo XX impidió el nacimiento de la tercera España. Tal vez por ello, los propios parlamentarios vascos, aunque no los inspirara forzosamente una devoción monárquica, protegieron al rey con un aplauso mientras los cantantes de Herri Batasuna eran expulsados.
En la pequeña farsa del desaire al Príncipe faltó una reacción comparable. Los representantes institucionales de Cataluña sonrieron como si aprobaran un acto de grosería que ellos no se podían permitir, pero que delegaron gustosamente en la aparición de un espontáneo. A diferencia de los parlamentarios de Guernica en 1981, su afán es disolvente, no temen la quiebra del sistema sino que la cultivan. Al menos en un grado simbólico que no les parece imprudente porque la crisis ha extinguido el instinto de protección de una democracia –y su ley– que todavía no es antigua, y porque ya no nos acechan fantasmas destructores que antaño propiciaron un colosal esfuerzo colectivo de conciliación y creación. No deja de ser significativo este bucle histórico según el cual el Príncipe, como antaño el Rey en mayor medida y más ariscas circunstancias, soporta la presión agresiva en el contexto de una discusión que no es entre monarquía y república, ni siquiera sobre los desgastes y los escándalos de la Corona, sino contra España y su encarnación institucional. Otra cuestión es la indigencia argumental de quien afrenta al Príncipe porque lo acusa de no conceder el referéndum, como si ello dependiera de la gracia de un absolutismo, y no del parlamento. Es decir, de la emanación de las urnas, que en nuestro tiempo vuelven a servir para romperlas con el propósito de que su espacio lo ocupen formas de legitimidad basadas en el amontonamiento de manifestantes y en las credenciales de la ira.