- Las políticas de Bukele no son replicables. No es lo mismo la pandilla juvenil M18 que el Cartel de Juárez, el Tren de Aragua o el Clan del Golfo.
El pasado domingo, incluso antes de que se ofrecieran los datos oficiales de los comicios presidenciales, el presidente Nayib Bukele proclamó su triunfo. La mayoría de los salvadoreños avalan su gestión y le han dado cinco años más de mandato con el control por completo del Poder Ejecutivo y el Legislativo.
El control del Judicial ya se encargó él de tomárselo.
El pequeño país centroamericano se ha convertido así en una paradoja de la democracia. Las urnas han eliminado la oposición, y también las ventajas y controles que en una democracia se cimentan alrededor de la deliberación y la representación.
Lo que dice Bukele no tiene contestación ni debate. Es más, ni siquiera tiene que ajustarse a las reglas. Bukele maniobró para saltarse la prohibición constitucional de la reelección y un estado de excepción proclamado ya en 24 ocasiones sucesivas ha suspendido las reglas del Estado de derecho.
Se dedican muchas páginas de opinión y análisis al problema de la polarización, de la debilidad de los partidos y de su fragmentación, males endémicos de casi toda la región.
Sin embargo, la falta de diversidad en la representación es un problema igualmente grave.
Fue así como Venezuela, en las urnas, dejo atrás la democracia. Recordemos también la larga historia priista de un México que vivió 70 años bajo lo que Vargas Llosa denominó la «dictadura perfecta».
Es la paradoja de la apisonadora electoral. Aplasta a los rivales, pero en el camino también se lleva por delante los atributos del sistema democrático y muchas vidas inocentes.
«La inseguridad, en los niveles que soportan los latinoamericanos y muy especialmente los centroamericanos, es una privación de libertad»
Esta situación en El Salvador es aun más compleja. No se trata sólo de la deriva autoritaria, sino de que todo el andamiaje de su legitimidad se construye sobre la derrota de la inseguridad. Sobre la mano dura y la autoridad inflexible que ha conseguido doblegar el poder de las maras.
La inseguridad, en los niveles que soportan los latinoamericanos y muy especialmente los centroamericanos, es una privación de libertad.
En El Salvador, los barrios tenían fronteras invisibles establecidas por la mara. La extorsión alimentaba un sistema de depredación social que a su vez devoraba a los jóvenes para reproducir un ciclo de violencia imparable. La corrupción les había dado la cárcel como sede a los mafiosos y los gobiernos se mostraban inútiles para controlarla.
Vivir así es una condena. Pero el riesgo, el gran riesgo, es que al liberarse de una cadena, el precio a pagar sea condenarse a llevar otras tantas. Seguridad para unos. Muchos, es cierto. Pero enorme inseguridad frente al propio Estado para otros.
Asimismo, hay una subordinación de la política pública a la seguridad, lo que limita las posibilidades de superar de forma sostenible la gravísima situación de desigualdad y exclusión de miles de jóvenes que generación tras generación han encadenado sus vidas a la criminalidad.
Se pueden llenar cárceles y cárceles, se puede recluir a una edad cada vez más temprana. Pero si no hay un cambio profundo en las condiciones, seguirán naciendo personas que no encontrarán un encaje en la legalidad y en el ejercicio de una ciudadanía plena.
«Un presidente tan poderoso se puede ver tentado a no rendir cuentas, a eliminar los mecanismos de control, a limitar el ejercicio de la libertad de prensa, de expresión»
Bukele tiene que enfrentar un grave reto en su mercado laboral. También, la baja diversificación de la economía de su país. La seguridad atrae inversión, pero el cambio social es mucho más que la entrada de divisas en la economía. Para los jóvenes salvadoreños tiene que haber algo más allá de la mara o la emigración.
Otro aspecto fundamental a revisar es el debilitamiento de los sistemas de control ciudadano y de transparencia. Un presidente tan poderoso se puede ver tentado a no rendir cuentas, a eliminar los mecanismos de control, a limitar el ejercicio de la libertad de prensa, de expresión.
Finalmente, la victoria de Bukele es una hazaña con la que sueñan otros muchos políticos en la región. Muy seguramente el ecuatoriano Noboa, entre ellos.
Pero hay que evitar establecer una copia del modelo sin tener en cuenta las diferencias de la inseguridad en cada país.
No es lo mismo la pandilla juvenil M18, por muy fiera y sanguinaria que parezca, que el Cartel de Juárez, el Tren de Aragua o el Clan del Golfo. Grupos criminales que no pierden tiempo en tatuarse la frente para identificarse como ajenos a la ley, sino que se concentran en doblegar voluntades, minar Estados y controlar un sistema transnacional.
La solución de Bukele no es escalable porque las condiciones de su problema son particulares y estaban encapsuladas en la situación del país y de sus vecinos del triángulo norte.
Lidiar con la inseguridad en el resto de la región no es la tarea de un mesías. Requiere el necesario diálogo regional y un esfuerzo integral de política social, política de seguridad y cooperación.
*** Érika Rodríguez Pinzón es profesora de la Universidad Complutense, investigadora del ICEI y Special Advisor del Alto Representante de la Unión Europea.