Los italianos, que nos llevan 30 años de ventaja, llamaron a esto factor K. En la Italia de la Primera República, que duró desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta 1994, la alternancia en el Gobierno estaba bloqueada por la presencia en la oposición del partido comunista más potente de toda Europa.
Con la tensión ideológica propia de la Guerra Fría, la llegada al poder del comunismo era inconcebible, y hacía bueno todo lo demás. Había consenso sobre la exclusión del adversario, y eso bastaba para mantener unida y en el poder a la Democracia Cristiana.
O eso pensaban ellos, porque en su interior actuaba el cáncer de la corrupción, la patrimonialización del poder y la ceguera que impedía ver que, en realidad, bailaban en las faldas del volcán. Tangentopoli les explotó en los pies y acabó con la Primera República.
La Segunda República nació bajo el signo de la nueva política, que solo se explica por el factor K. Silvio Berlusconi era la respuesta «no política» a los problemas causados por los políticos. Ahí tenían al populismo, que entró sin llamar, y que llegó para quedarse.
El factor K provoca que uno mire demasiado al adversario y demasiado poco a sí mismo. Justifica cualquier problema propio por un problema mayor en el otro. El factor K es la muerte dulce de todo grupo político que siente demasiado intensamente la amenaza del contrario.
Pero en España el factor K es diferente porque no afecta al que está en el poder, sino en la oposición. Aquí, la K es de kriptonita, y lo que hace es volver inoperante a la oposición.
«La izquierda social está desmovilizada, y lo está porque no compra las sandeces de las hamburguesas de soja, el animalismo, la sexología de barrio y la amenaza del fascismo»
El sanchismo impide ver que la izquierda ha sido derrotada ideológicamente hace mucho tiempo. Es normal que no se conozcan los debates internos de los adversarios, pero les aseguro que también los tienen, que están preocupados, que han agotado la idea de igualdad, y que están hasta las narices de la izquierda menopáusica, esa a la que, si le quitan las cosas de la regla y de ahí abajo, se lo quitan todo.
Son muy conscientes, además, de que la izquierda social está desmovilizada, y saben que lo está porque no es tonta y no compra las sandeces de las hamburguesas de soja, el animalismo, la sexología de barrio y la amenaza del fascismo. Pero el fantasma del sanchismo es tan real para la derecha española que no lo ve.
Si la izquierda no está ya derrotada es porque hay una derecha que lo hace mal, muy mal, porque consume compulsivamente la kriptonita del sanchismo. Que no sean capaces de verlo indica, al menos, dos problemas.
El primero, que parten de una posición existencial que se siente más cómoda en la derrota y en la victimización que en una posición protagonista de la historia.
El segundo, que no tienen un programa que oponer, son sólo la reacción. «No somos comunismo», «no somos ideología de género», «no somos intervencionismo», «no somos esa Europa».
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El fantasma del sanchismo les resulta tan aterrador que justifica el bloqueo de la crítica interna. Y a mí esto es lo que más me preocupa, porque prometiéndome sacar el problema por la puerta, me lo meten por la ventana.
El sanchismo les ha hecho pensar:
1. Que el populismo es solo de izquierdas.
2. Que el nacionalismo es solo catalán y vasco.
3. Que la izquierda es la única enemiga de las libertades.
4. Que en Europa temen más a Pedro Sánchez que a Viktor Orbán o a Marine Le Pen.
5. Que la convivencia será pacífica después de Pedro Sánchez.
6. Que el único riesgo para la democracia es Pedro Sánchez.
7. Que la gente no ve las profundas incompatibilidades entre «las derechas».
Los pregoneros del sanchismo son los violinistas del Titanic, pero haciendo ruido y distrayendo al capitán antes de la colisión. Cada vez que alguien me explica lo malo que es Pedro Sánchez, se me pone cara de idiota. Además, tampoco creo que esas explicaciones ayuden a un socialista razonable. Convencen a los convencidos y espantan a los que dudan. Es estrecho de miras y estrecho electoralmente.
No me cabe duda de que al lector le complace verse reforzado en sus gustos, y que algo de masoquismo, convenientemente dosificado, produce cierto placer. Desayunarse escuchando que tenemos el peor Gobierno de la historia es muy motivador, siempre que no terminemos de creérnoslo del todo.
No dudo tampoco de que a los líderes de los partidos de la oposición les agrade escuchar lo mal que lo hace el Gobierno. Seguro que eso les hace sentirse mejor, moralmente superiores y electoralmente vencedores. El sanchismo les provoca, sin embargo, el efecto opiáceo que Platón detectaba en la soledad del tirano. Cada vez más convencidos de que tienen razón, cada vez están más solos.
Pero a los que vamos en el barco nos importan otras cosas. Nos importa ganar la guerra, claro. Pero nos importa más aún ganar después la paz. La erosión de las condiciones básicas de convivencia tendrá a medio plazo consecuencias catastróficas si nadie hace nada por cuidar las que aún están sanas y por recuperar las que se han deteriorado.
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Es necesario también pensar en la amistad social, la unidad nacional, la cultura de la concordia, el fortalecimiento institucional, la renovación de las ideas, el europeísmo de los padres fundadores, de la cultura plural, la del perdón y la generosidad, la justicia social, el cuidado, los vínculos sociales, la calidad urbana, la conversación pública y la solidaridad intergeneracional.
No somos ingenuos. Sabemos que a los pirómanos les gusta insultar a los bomberos. Que en el barco también los hay que, montados ya en los botes salvavidas, se preparan para sabotear la nave. Los conocemos, y sabemos que prefieren ser capitanes de un bote que marineros de un transatlántico.
Por eso, a los capitanes moderados también les pedimos que, llegado el caso, sean extremadamente moderados.
*** Armando Zerolo es profesor de Filosofía Política y del Derecho en la USP-CEU.l Gobierno, Pedro Sánchez, durante la clausura del Global Mobility Call. EFE