IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-El PAÍS
- Un ciclo de nacionalismo español, que venía gestándose desde hace tiempo, ha dado como resultado un clima político negativo para el Gobierno que pasa por encima de la gestión y que presenta al Ejecutivo como un peligro para la democracia
Los resultados de las elecciones del pasado 28 de mayo han encendido las alarmas en las izquierdas. Los logros del Gobierno de coalición no han sido suficiente para obtener un apoyo amplio de la ciudadanía. Tras constatarse una considerable desmovilización y una fuga importante de votantes del PSOE a las derechas, los partidarios del Gobierno de coalición han salido en tromba a recordar lo mucho que se ha conseguido en estos años. La lista es bien conocida: subida del salario mínimo, reforma del mercado de trabajo, fuerte creación de empleo, reforma de las pensiones, protección de los trabajadores mediante los ERTE durante la pandemia, ingreso mínimo vital, ley de eutanasia, ley de memoria democrática, leyes de igualdad, etc., etc., etc.
Para un votante progresista, la lista anterior parece poco discutible. De hecho, en las encuestas, cuando se pregunta separadamente por las políticas de este listado, muchas de ellas obtienen niveles amplios de aprobación (a veces, también en el electorado conservador). ¿Qué ocurre entonces? ¿Por qué parece que la gestión del Gobierno no es suficiente?
Para dar respuesta, es preciso recordar que se ha ido creando un clima político negativo para el Gobierno que pasa por encima de la gestión y que presenta al Ejecutivo como un peligro para la nación. Dicho clima es resultado de un ciclo de nacionalismo español que venía gestándose desde hace tiempo y que irrumpió con fuerza tras la crisis catalana de 2017.
Como he señalado otras veces (siento ser tan insistente), este nacionalismo español viene poseído por un espíritu excluyente, tal y como se comprueba con el regreso de una idea que se creía superada, propia de los momentos más oscuros de nuestra historia, la de la “anti-España”, formada por socialistas, comunistas y nacionalistas vascos y catalanes (en sus peores versiones, se mete también a las minorías sexuales).
La situación resultante no puede ser más anómala: plenamente integrada España en la Unión Europea, con una democracia con 45 años de antigüedad, en una sociedad que ha dado un salto enorme en sus niveles educativos, el Partido Popular se presenta ante el electorado con el dilema “sanchismo o España”, como si los proyectos políticos que integran la coalición gubernamental fueran incompatibles con la nación española.
La acusación de anti-españolismo se sustenta en dos elementos. Por una parte, las medidas tomadas para normalizar la situación catalana (indultos, reforma del delito de sedición); por otra, los apoyos legislativos puntuales de grupos como ERC o Bildu. En la medida en que dichos apoyos se consideran “ilegítimos”, las leyes aprobadas gracias a ellos vendrían contagiadas por un vicio original de ilegitimidad.
Hasta las elecciones del 28-M, el Gobierno prefirió no hacer demasiado caso de acusaciones tan gruesas. Pensaba que bastaba sacar a relucir sus políticas públicas, pero al proceder así ha transmitido la impresión de que el propio Ejecutivo sentía algún tipo de reparo o mala conciencia. La estrategia del avestruz no ha producido los efectos buscados. Poco a poco, ha ido calando en una parte importante de la sociedad la percepción de que el Gobierno supone una amenaza para la nación y, por extensión, para la democracia.
Las entrevistas que ha realizado José Luis Rodríguez Zapatero en las ultimas semanas constituyen el contraejemplo de la estrategia del Gobierno. Zapatero ha aparecido en los medios defendiendo con convicción no solo lo realizado en materia de políticas públicas, sino también la política de alianzas y los pasos dados para la normalización de Cataluña. Lo ha explicado con claridad y convicción; los periodistas conservadores se han quedado atónitos ante la osadía. Sus intervenciones han galvanizado a una parte de la opinión pública, que descubre con alivio que hay una figura pública que se atreve a romper con la cadena de tópicos y falsedades que han extendido las derechas agitando el fantasma de la “anti-España”.
Es curioso el doble rasero que reluce en la campaña contra el sanchismo. Prácticamente ninguno de quienes hablan de tendencias autoritarias o antidemocráticas en el Gobierno hicieron oír sus voces ante las revelaciones sobre el espionaje político y el juego sucio contra las rivales realizado por el Ministerio del Interior de la época de Mariano Rajoy. Tampoco se han quejado mucho de que el PP haya bloqueado durante más de cuatro años la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Estas sí son prácticas antidemocráticas indiscutibles. El espionaje político con fondos públicos habría supuesto la dimisión del presidente en una democracia más exigente que la nuestra.
La acusación de que el Gobierno de Sánchez ha actuado con pocos escrúpulos democráticos tiene una base muy endeble. Esto no quiere decir que sus políticas sean intachables, pero la crítica debe realizarse dentro de unos ciertos parámetros de normalidad. Ciertamente, el Gobierno ha indultado a los líderes independentistas en prisión, una medida que es competencia del Ejecutivo y que podrá gustar más o menos, pero que no afecta a las reglas del sistema. Y, sí, ha reformado el Código Penal, modificándose el delito de sedición, de acuerdo con los procedimientos que establece la ley. Se hizo de manera apresurada y poco clara, sin duda, pero parece evidente que si en los tiempos de Rajoy no se hubiera forzado tanto la ley en la persecución a los independentistas, nada esto habría sucedido. Por lo demás, se dice que se trata de un cambio poco respetuoso con la democracia porque no son reformas universales, sino pensadas para favorecer a los independentistas, como si la reforma del Código Penal del Gobierno de Aznar en 2003, con el propósito de meter en la cárcel al lehendakari Ibarretxe en caso de que convocara un referéndum, o la de Rajoy en 2015, agravando el delito de malversación a raíz de la consulta convocada por Artur Mas un año antes, no hubiesen estado movidas por un objetivo igualmente particular, solo que de signo inverso. Si las críticas son ahora tan extremas no es porque las medidas del Gobierno sean antidemocráticas, sino porque no van en la dirección que desea el nacionalismo español conservador.
En cuanto a los apoyos parlamentarios, es lógico que muchos critiquen su conveniencia, pero no está de más recordar que el proyecto de integrar las diversas nacionalidades en el sistema político español es tan legítimo como rechazarlo en nombre de la unidad de España. Son dos proyectos alternativos, uno se basa en la integración, el otro en la exclusión. Lógicamente, los dos tienen riesgos para el futuro de España. Los partidarios de la integración creen que las políticas de exclusión seguidas por Aznar y Rajoy nos llevan a crisis profundas como las que se vivieron bajo sus gobiernos con el plan Ibarretxe en 2003 y el referéndum del 1 de octubre en 2017; los partidarios de la exclusión, por su parte, piensan que la integración sólo llevará al reforzamiento de los separatistas y a la ruptura final del país. Con independencia de las preferencias de cada uno, son dos proyectos que deben medirse en buena lid democrática. Es juego sucio establecer que solo uno de estos proyectos resulta legítimo en democracia. El verdadero liberalismo consiste en aceptar que no es autoritario ni antidemocrático tener otra idea de España.
No sé qué sucederá el 23 de julio, pero estoy bastante seguro de que, cuando pase el tiempo, recordaremos con cierta vergüenza ajena la campaña incivil contra el sanchismo, construida sobre el fantasma de la anti-España.