IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Acaudillado por un líder sin coherencia, el progresista identitario se refugia en la certeza de ‘sentirse’ de izquierdas

No está muy claro qué ha querido decir Laporta con eso del ‘madridismo sociológico’; por el contexto parece aludir más bien a una suerte de madridismo institucional, pero acaso no se atrevió a señalarlo o no dio con la expresión exacta. Lo que sí hay con seguridad en España es un sanchismo sociológico, una corriente partidista agrupada en torno al presidente por razones pragmáticas o banderizas sin apenas base doctrinaria; cómo la va a tener si el rasgo principal del líder radica en la continua discordancia consigo mismo, en la contradicción cotidiana. El sanchismo político es un estilo de poder cesáreo, basado en confundir adrede una heterogénea mayoría parlamentaria con una mayoría social unívoca que faculta al gobernante para hacer lo que le dé la gana: ocupar las instituciones, arrollar la separación de poderes, mentir con desahogo o incumplir su palabra de forma sistemática. El sociológico es un fenómeno de raíz identitaria fruto de la polarización generada por un metódico designio de agitación y propaganda. El sanchista de a pie es un ciudadano que se siente de izquierdas y encuentra en esa autodefinición un orgullo de pertenencia. La clave es «sentirse»; se trata de una adscripción esencialmente emocional, biográfica, más que de una profesión de principios o ideas imposibles de sostener con mínima firmeza cuando el dirigente que pretende encarnarlas las cambia con una naturalidad desenvuelta. Con la cintura quebrada por tanta pirueta, el sanchista sociológico se refugia en la certeza binaria de que ser de izquierdas consiste a fin de cuentas en no ser de derechas.

El sanchista sociológico es distinto del clásico votante clientelar que cultivan todos los partidos: el beneficiario de ayudas y subsidios, el pensionista agradecido, el viajero en transportes gratuitos, el trabajador precario contento con la subida del salario mínimo. El caudillaje pedrista ha creado otro tipo de adepto, convencido de la superioridad que otorga su vínculo con esa abstracta entidad ideológica llamada progresismo, significante abierto donde caben nacionalistas insolidarios, comunistas tardíos, feministas, ‘wokes’, populistas variopintos y hasta exterroristas no arrepentidos. La etiqueta de progresista es el gran hallazgo semántico, el blasón lingüístico con que la izquierda contemporánea impone su dominio, un mito que cohesiona y dota de prestigio al colectivo. Desde esa atalaya moral, cualquier incoherencia, cualquier bandazo, cualquier desistimiento ético puede ser defendido sin temor al descrédito; simplemente queda absuelto por proceder del lado histórico correcto. Y las ‘pedrettes’ mediáticas, voluble vanguardia intelectual del movimiento, tienen carta blanca para voltear su argumentario al compás de un jefe acostumbrado a despreciar su propio criterio. Sanchismo sociológico es, en suma, someterse sin remordimientos a «lo que diga Pedro».