Ignacio Camacho-ABC
- A una opinión pública capaz de digerir la amnistía poco puede importarle un paso más en la degradación política
Uno de los aspectos más escandalosos, por no decir ominosos, de esta legislatura es la negociación en el extranjero de sus asuntos clave. Tan bochornosa resulta que el Gobierno no se atreve a participar directamente en ella, por un vago rescoldo de escrúpulos formales, y envía a una delegación del partido menos sujeta a convencionalismos de esa clase. Ya existió un precedente cuando Pablo Iglesias acudió a Lledoners, sin ser todavía ministro, a tratar de convencer a Junqueras en nombre de Sánchez para que diese el visto bueno a los Presupuestos desde la cárcel. Luego vino la transacción de la investidura a cambio de la amnistía, un pacto infame que encima requirió la asistencia de mediadores internacionales, y ahora este viaje de Santos Cerdán para implorar a Puigdemont que sea razonable y afloje un poco las tuercas del chantaje. Es curioso que el presidente, tan ufano de su poder, no dude sin embargo en reconocer que depende de un tunante en condiciones de hacerle caminar sobre un alambre.
Se preguntaba ayer Arcadi Espada si no quedará en España un juez –pensar en un fiscal sería una ingenuidad– capaz de llamar a Cerdán e interrogarlo sobre el paradero del fugado, aunque sólo fuese para hacerle pasar un mal rato. Es sorprendente, desde luego, la naturalidad con que se acepta el papel cenital de un delincuente en la gobernabilidad del Estado cuya integridad territorial y jurídica quiso romper una vez y aún promete seguir intentándolo. Ése es un indiscutible éxito del sanchismo, capaz de blanquear por simple imposición de manos el pasado de cualquier socio cuyo respaldo considere necesario. Pero al mismo tiempo representa un desolador fracaso del ordenamiento democrático, que no fue pensado ni diseñado con la remota perspectiva de que sus propias instituciones consintieran y estimularan el propósito de saltárselo. Vivimos tiempos decididamente raros.
La normalización de la anomalía afecta también a la opinión pública, al menos a una parte significativa dispuesta a admitir o pasar por alto situaciones que consideraría indignas si provinieran de una autoría distinta. El peor efecto de la polarización no es tanto la aquiescencia con la mentira como el desprecio por la ley y la justicia, cuyo radio de efectividad y aplicación queda supeditado a una interpretación selectiva de las circunstancias políticas. Así se ha producido la asimilación social de la amnistía, entendida como mal menor imprescindible para la hegemonía del sedicente bloque progresista, un adjetivo taumatúrgico dotado de propiedades salvíficas. Ante un sapo de ese tamaño tragado sin mayores dificultades digestivas poco pueden importar los tejemanejes de los fontaneros socialistas en Suiza. Ya dejó escrito Quincey, maestro de la ironía cínica, que la degradación moral empieza por cometer un crimen y termina por negarse a ceder el paso a una pobre anciana desvalida.