El fracaso no invalida la iniciativa de Zapatero. Habría sido irresponsable no intentar aprovechar las condiciones excepcionales que se daban. Pero la cosa no era tan sencilla como él llegó a creer. Hoy parece claro que su gran secreto era que no había secreto alguno, y que las cosas no eran muy distintas de lo que aparentaban. No había un acuerdo sobre el desenlace ni una carta a sacar en el último momento.
Si ETA no anunció el fin del alto el fuego fue seguramente porque pensaba en un atentado sin muertos -por el aviso previo- que pusiera al Gobierno ante el dilema de si rompía o no los contactos. Sin embargo, los efectos de un coche bomba son inciertos por definición; el más mortífero atentado de ETA, Hipercor (21 muertos), fue con coche bomba y aviso previo. En un aparcamiento con miles de vehículos y con esa carga, la probabilidad de que hubiera víctimas era muy alta, y los terroristas la asumieron. Sin embargo es verosímil que su intención fuera mostrar su capacidad mortífera pero no causar muertos; con la idea de que el Gobierno tuviera que optar entre romper el proceso, asumiendo el coste político de hacerlo (ante los partidos nacionalistas, por ejemplo); o continuarlo (quizás tras un periodo de suspensión), con lo que quedaba convalidado que el diálogo es compatible con los bombazos.
La primera opción encaja con las consideraciones del último Zutabe sobre la conveniencia de «situar la responsabilidad de la continuidad del conflicto en nuestro enemigo», que reproducía J. L. Barbería en su artículo del pasado domingo. Pero la otra opción era la preferida por ETA, y la que cuadra con su obsesión de que todo lo que ocurra avale la lucha armada. Por eso en los años 80 hacía atentados en vísperas de manifestaciones señaladas de HB o antes de elecciones: para que quedase claro que los manifestantes o electores no sólo asumían un programa, sino la legitimidad de imponerlo a bombazos. Si las conversaciones hubieran continuado, ETA se habría apuntado el tanto de haber quebrado el planteamiento del Gobierno de que con violencia no hay contactos. Abriendo paso a la posibilidad de intervención violenta ante cualquier divergencia o bloqueo de las conversaciones futuras.
La existencia de dos víctimas elimina cualquier posibilidad de duda, con independencia de que Zapatero emplease el término suspensión en lugar de ruptura. Suspensión temporal habría sido la respuesta adecuada para las vulneraciones de la tregua que precedieron y prepararon la del 30 de diciembre; especialmente el robo de armas. Ahora se ve que fue un error no hacerlo. Contra lo que dice Otegi (y algunos ciegos voluntarios, que culpan del bombazo al inmovilismo del Gobierno), los socialistas han venido haciendo múltiples señales conciliadoras (aunque no sean las que dice el PP: Navarra, etcétera): entre otras, relativizar la violencia callejera, la continuidad de la extorsión y el significado de los zulos; los elogios a Otegi y De Juana, la entrevista con Patxi López, el cambio de orden entre las dos mesas.
Frente a la idea de que concesiones de más entidad habrían reforzado la posición de (digamos) Ternera frente a Txeroki, lo que una larguísima experiencia muestra es que ETA actúa en función de las resistencias que encuentra, y si ve receptividad a sus desafíos, va aumentando la dosis. Los presos, por ejemplo. ¿Qué diríamos ahora si hubiera habido acercamiento de presos? Pues lo mismo que en 1999: que concederlo por adelantado, como signo de buena voluntad, convencía a ETA de que era terreno conquistado y dejaba sin contenido la negociación con la banda.
El fracaso no invalida la iniciativa de Zapatero. Había condiciones excepcionales para intentarlo: el periodo previo sin muertos, prolongado luego deliberadamente (es absurdo el argumento del PP de que no mataban porque no podían), unido a la contradicción potencial entre necesidad de legalización de Batasuna y continuidad del terrorismo. Con o sin carta de Ternera al presidente, habría sido irresponsable no hacer lo posible por aprovechar esa situación. Sin embargo, la cosa no era tan sencilla como al parecer llegó a creer Zapatero y comunicó a personas bien dispuestas. Sobre todo, no existía esa información reservada a la que se aludía en su entorno para justificar una gestión tan personalista y sus declaraciones tranquilizadoras -el proceso es irreversible- frente a los signos cada vez más inquietantes que llegaban de ETA y Batasuna. Hoy parece claro que el gran secreto de Zapatero era que no había secreto alguno, y que las cosas no eran muy distintas de lo que aparentaban. No había un acuerdo sobre el desenlace ni una carta a sacar en el último momento.
Pero es cierto que las condiciones en que se planteó la iniciativa permitían augurar que una ruptura de la tregua por parte de ETA no sería ya aceptada sin más por las bases sociales de la izquierda abertzale, lo que podría provocar a medio plazo un divorcio entre Batasuna y la banda. Tras un atentado que demuestra lo poco que a ETA le interesa la legalización de Batasuna, esa posibilidad se mantiene; pero que se materialice en su momento depende de la reacción frente al atentado. Que se evidencie que, como ha dicho Imaz, no puede ser igual la relación con Batasuna ahora que antes del 30 de diciembre; en todos los terrenos y por parte de todas las instituciones y formaciones democráticas. Las consecuencias no serán inmediatas, pero dependen de decisiones que se producirán en las próximas semanas.
Es cierto que el futuro no está escrito, pero en las actuales circunstancias las apelaciones de Otegi y los suyos a no dar por definitivamente roto el proceso sólo podrían ser tomadas en serio si fueran acompañadas de una exigencia clara a ETA de olvidarse de treguas permanentes o indefinidas que no lo son y a dar el paso de comprometerse a una disolución definitiva e irreversible. Tras el brutal atentado de Barajas ese paso que antes figuraba como parte del proceso de final dialogado se ha convertido en su requisito previo mínimo.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 4/1/2007