La reacción ante una situación de este tipo probablemente sería la de recuperar formas alternativas de democracia directa más o menos imaginativas. Hasta sería un ejemplo de justicia poética: cuando se recomendó a los manifestantes del 15-M que dejasen calles y plazas para presentarse a las elecciones se les convenció de que no había nada más sagrado que las urnas. Eso hicieron y con grandes resultados. Pero resulta que nuestros políticos –sobre todo los líderes de los dos principales partidos– nos están convenciendo paso a paso y convocatoria electoral tras convocatoria electoral que realmente las urnas son más bien de usar y tirar. Quizás sirven para pulsar cómo está el patio con un poco más de exactitud que unas encuestas que cada vez fallan más. Pero el mensaje que nos mandan –por mucha retórica con que se envuelva– tras dos elecciones consecutivas, dos investiduras fallidas de dos candidatos distintos a Presidente del Gobierno (una por cada partido del fenecido bipartidismo para no dejar lugar a dudas), muchos millones de euros malgastados y la amenaza de nuevas elecciones es que nuestros votos no sirven para que nuestros representantes se dignen elegir un Gobierno, y de paso, una oposición. La pregunta es obvia. Entonces ¿para qué sirven?
Lo más curioso de esta historia (que ya forma parte por méritos propios del Ruedo Ibérico del siglo XXI, con amenaza de votación el día de Navidad incluida para que no falte ni un detalle esperpéntico) es que realmente los dos grandes partidos podrían pactar perfectamente si se concentrasen en unas medidas concretas. Esto es lo que revela de forma meridiana la coincidencia del 70% de las medidas recogidas en el acuerdo PSOE-Ciudadanos con las del acuerdo PP-Ciudadanos. Esto además es una gran noticia, porque demuestra que nuestros grandes partidos están de acuerdo en cuestiones esenciales, aunque estén en desacuerdo en muchas cosas, lo que por otra parte es muy sano. Incluso con muchas medidas –básicamente las que se refieren a la regeneración democrática– no me cabe duda de que también estaría de acuerdo Podemos, una vez que este partido decida dar el salto de la adolescencia a la madurez institucional. Me imagino que en los países felices donde hay que pactar constantemente la parte más difícil debe de ser la de acordar el programa de investidura o de gobierno. En cambio aquí, por razones derivadas del mal funcionamiento de nuestros partidos políticos y de la deriva hacia un presidencialismo de facto durante más de 30 años, resulta que lo difícil es pactar quién va a ser Presidente del Gobierno o líder de la oposición. Acabáramos.
El bloqueo español más que preocupación o perplejidad –eso ya lo dejamos atrás tras las primeras o las segundas elecciones– empieza a suscitar cierta mofa a nivel internacional. Es difícil tomarse en serio a un país y sus ciudadanos cuando sus propios líderes no lo hacen. Recordemos por ejemplo lo que se nos dijo cuando se convocaron las segundas elecciones: que lo único seguro es que no se convocarían unas terceras. Pero ¿qué impide ahora que a las terceras les sigan las cuartas, las quintas o las que hagan falta? Los dos grandes partidos piensan –correcta o incorrectamente– que repetir elecciones les puede beneficiar y que lo que no les han dado los electores en las anteriores (mayorías suficientes) lo pueden acabar consiguiendo por desesperación o por desistimiento de los votantes. Lo que pretenden más o menos de forma encubierta –porque no parece que sea una pretensión muy democrática– es volver a una situación en la que no haya que pactar con el enemigo, el otro gran partido. Mucho mejor esperar tranquilamente en la oposición y cuando te toque, que te toca seguro, cambiar todas las leyes y revertir todas las decisiones que no te gusten o incluso las que te gusten, para marcar bien el terreno. Si para conseguirlo hay que obligar a los españoles a ir a las urnas tantas veces como haga falta pues no pasa nada. Desde luego el coste económico en forma de subvenciones a los partidos, sueldos de diputados y senadores y gastos electorales no lo pagan ellos.
El problema es el otro coste que no es económico: el coste de despreciar los votos de los ciudadanos una u otra vez, de desprestigiar aún más las instituciones puestas al servicio del partido de turno y en definitiva de incrementar la desconfianza y el alejamiento de la ciudadanía. Alejamiento que puede concretarse en un alejamiento de las urnas. Por no hablar del ridículo internacional. Es lo que tiene vivir en una cómoda burbuja política y mediática donde todos están muy cómodos. Parece que hasta que nuestros representantes no se tengan que parapetar detrás de unas vallas en la Carrera de San Jerónimo para protegerse de ciudadanos encolerizados la cosa no va con ellos. Pero es que el coste de tanta frivolidad y tanta irresponsabilidad puede ser nada menos que la democracia española.
Resulta que en España parece que da miedo decir y mucho menos exigir en voz alta lo que tantos dicen en voz baja, empezando por los afiliados y simpatizantes y terminando por cargos importantes en los respectivos partidos pasando por una parte muy importante de su electorado. Que los dos actuales candidatos de PP y PSOE no son las personas adecuadas para encabezar una nueva candidatura a unas nuevas elecciones por la sencilla razón de que han demostrado que son incapaces de llegar a acuerdos para formar un Gobierno. Lo que realmente les importa es mantener vivo el discurso guerracivilista, aunque sea de boquilla, con el que tan bien les ha ido durante los últimos años, además de llevarse por delante a la competencia que les ha surgido a cada uno en su espacio electoral generando frustración y hastío en los ciudadanos. Que los dos líderes pretendan volverse a presentar a unas terceras elecciones –o a las que hagan falta– como si nada hubiera ocurrido no es de recibo. Incluso en un país tan renuente a asumir responsabilidades políticas como es el nuestro tiene que estar claro que la primera obligación de un candidato a Presidente del Gobierno es llegar a acuerdos para pasar de candidato a Presidente. Si por las razones que sean –por muy justificadas que les parezcan a cada uno– los candidatos no son capaces de forjar los acuerdos necesarios en torno a su persona, hay que dejar paso a alguien de su partido que sí pueda conseguirlos. Empezando, lógicamente, por el partido más votado.
ES INTERESANTE también destacar que esta es la única vía que todavía no se ha intentado transcurridos diez meses desde las primeras elecciones. Porque los candidatos no quieren, su partido no es capaz de exigírselo y a los ciudadanos nos han tomado como rehenes. Por eso si un candidato fracasa siempre queda la opción de recurrir a las elecciones siguientes como si fueran un bálsamo de Fierabrás: una pasada por las urnas y el candidato fallido queda como nuevo, con unos escaños más o menos, con o sin sorpasso, recuperando terreno, desafiando a sus críticos y siempre con un nuevo motivo para mantenerse en el puesto. Proclamando su disponibilidad para volverlo a intentar porque el electorado así lo quiere. Lástima que la voluntad del electorado la interprete siempre cada líder en función de sus propios intereses y que esa voluntad no se tenga mucho en cuenta una vez acabado el recuento.
Porque estaría bien –ya puestos a identificar los votos con las encuestas– que le diésemos un poco la vuelta al tema. ¿Qué pasa si las encuestas insisten en que los electores no quieren volver a votar, que están hartos de que les tomen el pelo, que piensan que la clase política actual es un desastre o que prefieren que su partido presente a otro candidato? ¿No habría que hacer un poco de caso? Claro que algunas preguntas incómodas no se hacen, quizás porque a los encuestadores les pagan los partidos o los medios que más o menos les apoyan y no los ciudadanos.
Y así seguimos, ya en septiembre de 2016, sin ver la salida a tanto despropósito, más allá de los intentos de juristas ilustres y bienintencionados de conseguir modificaciones in extremis del Reglamento del Congreso para desbloquear la situación. Puede que la democracia en España todavía no haya descarrilado y sólo siga en vía muerta; pero lo que está claro es que si arrancamos marcha atrás podemos caminar hacia el precipicio. Ciertamente devaluar el valor de las urnas no parece el mejor camino para fortalecer nuestra democracia.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay Derecho? y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.