Eduardo Uriarte-Editores
Los acontecimientos catastróficos que estamos padeciendo sin que se aprecie eficacia por el Estado, Dana, apagón, incendios, junto a otros serios desastres como el deterioro ferroviario sistemático, o el sanitario, o el preocupante incremento de la delincuencia, la inaccesibilidad a la vivienda (¡en un Gobierno de progreso!), etc., han acabado por influir de forma decisiva en la mentalidad general. Esta es una sociedad emotiva, lo que favorece frente a los problemas citados el impulso de una marea de escepticismo hacia la política, justificada en la ineficacia de la partitocracia dominada por el sectarismo del PSOE y la indolencia del PP, y alienta, por el contrario, la seducción por opciones autoritarias antisistema.
Dos amigos de mi paso por ETA, muy alejados de ese mundo como yo, me reflejan con su actitud lo extremo de las visiones políticas actuales y su coincidencia en el radicalismo populista. Al primero, al que conocí desde muy joven en la cárcel, su senectud no ha apaciguado su apasionamiento: Europa es un fraude, el cambio climático un bulo, la inmigración un corrosivo social, Vox salvador de la patria (como si no estuviéramos escarmentados de salvadores tras cárceles, exilios, y, sobre todo, mentiras). El otro, con más cicatrices en el cuerpo que Millán Astray, pero que prefiero compararlo con Blas de Lezo no se vaya a mosquear, mediante el dogma de la maldad de la derecha intenta seducirme con el sanchismo, como si éste no fuera hoy el más peligroso de los populismos y promotor de la arbitrariedad autoritaria. Mi amigo Blas toca en hueso, en mi opinión Sánchez es el padre del caos institucional y de gestión que ha potenciado como reacción el fortalecimiento de la extrema derecha. Mis dos amigos coinciden en el extremismo iliberal, el de la España cainita, hecho que anoto para atisbar cómo anda el patio.
Si ante la primera crisis de Estado que supuso el Plan Ibarretxe las cabezas pensantes del socialismo como González o Cebrián, entre otros, no hubieran criticado la alianza constitucionalista PP-PSE que se organizó en Euskadi con el apoyo de diversos movimientos cívicos, abandonando a su suerte a Nicolás Redondo y permitiendo el proceder de ZP, se hubiera forjado el inicio de un núcleo constitucional que, a su vez, hubiera otorgado consistencia nacional al tutifruti orgánico plurinacional y cantonalista en lo que se ha convertido hoy España. Lugar, donde para hacer frente al fuego en las aldeas, como en el caos de 1808, son los vecinos los que se arman de cubos y mangueras si no quieren ver sus casas pasto de las llamas (y no es una apología del heroico pueblo español, pues de aquellos aconteceres también surgió el cainismo fagocitante que nos caracteriza).
Si después el PSOE hubiera sostenido el Pacto por las Libertades y Contra el Terrorismo, roto por ZP, permitiendo salvar a ETA de su agonía mediante aquel proceso de negociación en el que ya se atisbaba que la Constitución era papel mojado y el Constitucional un instrumento del Gobierno socialista (legalización de HB frente al Supremo), la estabilidad política, fruto del encuentro en defensa de la Constitución frente al secesionismo entre los dos grandes partidos, no hubiera permitido el devenir caótico y de ineficacia en la gestión que todos escandalizados observamos. Pero el principio, que lo recuerden, empezó con el abandono de Redondo. Aquel durísimo artículo “El Discurso del método” que tanto nos dolió.
Y, sin embargo, -como decía Onaindia, “más vale tarde que a la tarde”- Cebrián es el que me inspira estas líneas y asumo su experimentado magisterio, aunque me temo que todavía mantiene un cierto rescoldo en el rechazo a pensar que la nación se hace también, muy especialmente, con el PP. Eliminar cualquier atisbo fóbico hacia el PP sería el paso previo a su aseveración en The Objective, La España vaciada, quemada y desgobernada: “En nuestro país ha derivado en la construcción de una partitocracia y en la voluntad de sus líderes de fomentar la polarización y el enfrentamiento como método de conservar u obtener el poder. El único pacto de Estado que se necesita es por eso un pacto sobre el Estado mismo”. Eso se estaba haciendo n Euskadi en 2001.
Pues bien, sigo coincidiendo con él en el perjuicio de la partitocracia empeñada en la polarización y en su afirmación de que “ el debate político está secuestrado por la ambición del poder antes que por la voluntad de servicio”, asumiendo incluso la frase de otro ilustre diseñador del discurso socialista de sus mejores momentos, como es el de Ignacio Varela, cuando afirma que “no puede apagar incendios un Gobierno pirómano”, porque como observa, “sus pactos favoritos son contra el Estado”, no precisamente para solucionar catástrofes, las cuales siempre intenta aprovecharlas en su afán de destrucción del adversario.
Supongo que esta generación sin memoria y menos cultura política que la que se encontró con la Transición, no va a reflexionar sobre las catástrofes que acaba generando el populismo autoritario en la vida cotidiana -tenemos menos memoria que la gallinas, decía Unamuno-, ni tendrá presente la necesidad de un periodo restaurador cuando el del Falcón se vaya (si se va), y que asuma, como presenta el amigo Zarzalejos, el federalismo como organización de la nación, porque tal como estamos, bajo el caos, el desorden, la descoordinación territorial, la corrupción, el desprestigio internacional, no somos nada. Justo nos da para usar la manguera del jardín y el cubo.