JORGE DE ESTEBAN-EL MUNDO
El autor advierte de las artimañas de Sánchez para sortear al Senado en el trámite de los Presupuesto y sostiene que la Constitución seguirá estando inacabada mientras no se concreten las funciones de la Cámara Alta.
Pues bien, en lo que se refiere a nuestra Constitución, dónde el margen de incertidumbre es mayor y, por tanto, dónde hay una mayor inseguridad jurídica, es en lo que compete a la organización del llamado Estado de las Autonomías, que no es –como afirman muchos– un Estado «asimétrico», sino más bien un Estado «alógico», como consecuencia de que no se estableció un modelo estable de Estado, ni se organizó un Senado, o Cámara Alta, que lo configurara. A partir de la Constitución de Estados Unidos de 1787, los Estados descentralizados y, especialmente, los Estado Federales, han sido casi siempre, por no decir siempre, bicamerales. Se suele mencionar en el Derecho Constitucional norteamericano que, cuando se redactó la Constitución, alguno de los padres fundadores no veía la razón de que hubiese dos Cámaras, en lugar de una solamente puesto que sería más práctico. Sin embargo, para explicar esta dualidad, se cuenta que George Washington, con una taza de café muy caliente en su mano, pidió a un criado que le trajese otra vacía. Cuando tuvo las dos echó lentamente el café de la llena en la vacía, con lo que consiguió que se enfriase y se pudiera tomar. Ante esta demostración, cuentan que el primer presidente de EE UU sostuvo que con las leyes pasa lo mismo, es decir, con una sola Cámara podrían ser muy radicales, mientras que con dos se acabarían moderando. Esto es, se non è vero è ben trovato, como dicen en Italia. Pero la razón fundamental para establecer una Cámara Alta o Senado en los países descentralizados es porque en la primera están representados todos los ciudadanos en su conjunto, mientras que en la segunda están representados los diversos Estados miembros de la Federación, no siendo iguales sus competencias. Esta idea fue la que se quiso adoptar también España, pero como nosotros somos La Meca del surrealismo, aunque éste naciese en Francia, teníamos que hacer algo especial que fuese original aunque no funcionase eficazmente. De este modo, el artículo 69.1 de la Constitución establece que «el Senado es la Cámara de representación territorial», pero a continuación dice que en «cada provincia se elegirán cuatro senadores», con lo cual no se puede sostener que el Senado sea la Cámara de Representación «territorial», sino meramente «provincial». Pero para rizar el rizo, este artículo, en su punto 5, señala que «las comunidades autónomas designarán además un senador y otro más por cada millón de habitantes». Esto fue pura fantasía porque cuando se aprobó la Constitución no existía ninguna comunidad autónoma, sino que su número, sus dimensiones y sus competencias respectivas eran un misterio que habría que desentrañar. En tal sentido, pues, esta cuestión era un enigma que todavía no hemos resuelto definitivamente y que es, sin duda, la causa del embrollo en que España se encuentra inmersa ante el separatismo. Situación que produce una irracionalidad que impide que exista una seguridad jurídica, en nuestra vida nacional, como he avanzado ya. Pongo un par de ejemplos actuales que no necesita comentarios. Uno: «Urkullu se alía con Otegi para la plurinacionalidad. Exige a Sánchez 37 competencias y que se reconozca al País Vasco como una nación» (EL MUNDO, 21 de septiembre de 2018). Dos: «El Gobierno. A través de su delegada en Cataluña, apostó ayer abiertamente por indultar a los independentistas encarcelados por promover la consulta ilegal del 1-O y proclamar unilateralmente la independencia si el Tribunal Supremo acaba condenándolos» (EL MUNDO, 23 de septiembre de 2018). ¿Hacen falta más ejemplos?
Sea lo que fuere, este galimatías se ha complicado en la actualidad mucho más porque, hasta ahora, el partido que ganaba las elecciones tenía mayoría en las dos Cámaras, por lo que los problema que afectaban a ambas Cámaras se simplificaban. Pero las cosas cambiaron en las elecciones de 2015 y 2016, en las que el PP no obtuvo una mayoría suficiente en el Congreso para poder gobernar por sí solo, pero, en cambio, sí consiguió una clara mayoría en el Senado.
Así estaban las cosas hasta la moción de censura del 30 de junio, con lo que se complicó todo aún más. Esa moción de censura «constructiva» pilotada por Pedro Sánchez era absolutamente defendible si hubiese contado con dos objetivos; el primero consistía en destituir al presidente Rajoy, el cual, salvo si acaso en el terreno económico, fue una calamidad política, sobre todo, en lo que respecta al problema catalán. Y, el segundo objetivo, sine quam non, era el de contar con una mayoría de coalición estable que le hubiese permitido acabar la legislatura. Pero eso era previsible que no era así, porque los partidos nacionalistas, separatistas, populistas o izquierdistas que apoyaron el primer objetivo, no buscaban el segundo de forma conjunta, sino que cada uno lo que quería, a cambio de apoyar a Sánchez para que se mantuviera en La Moncloa, era conseguir sus propios intereses, empezando por los separatistas catalanes. Y ahí estamos, porque un presidente que no tiene reparos, al parecer, en plagiar una tesis entera, en la que lo único verdadero es la numeración de las páginas, no dudó en aceptar este regalo de los dioses. Sin embargo, pareciendo ser consciente de que el segundo objetivo era imposible de alcanzar con esa tropa, dijo que su intención era convocar elecciones generales cuanto antes, naturalmente, pensando en ganarlas hasta el año 2030.
Pero ese conato de honradez política le duró muy poco porque sus continuos titubeos, sus contradicciones clamorosas, la dimisión de dos de sus ministros, la falta de coherencia ideológica de otros ministros que parece que se olvidan de lo que han representado, y demás zarandajas que, un día sí y otro también presenciamos los españoles, ahítos ya de sorpresas, nos obligan a pensar cada vez con mayor claridad que España no puede seguir sin una mayoría o coalición estable y coherente de Gobierno para hacer frente a la desintegración que nos amenaza como país.
Sea lo que sea, el hecho es que el presidente Sánchez está dispuesto para seguir en su cargo no sólo a pactar con el diablo –lo que ya ha hecho–, sino a llevarse por delante todo el ordenamiento jurídico que le estorbe para obtener sus objetivos. De este modo, el último envite ha sido arramplar con los obstáculos reglamentarios que impidan que puedan presentarse a tiempo sus Presupuestos Generales del Estado para 1919, diseñados demagógicamente para ganar las elecciones locales y autonómicas que están a la vuelta de la esquina, utilizando el eslogan de «volver al Estado de bienestar». Como es sabido, en 2011, a instancias del Consejo Europeo, el presidente Zapatero, de acuerdo con el jefe de la oposición, Mariano Rajoy, hicieron una reforma exprés del artículo 135 de la Constitución para establecer el principio de estabilidad presupuestaria y evitar el déficit galopante que arrasaba en España.
SI EL PRESIDENTE no puede llevar a cabo los Presupuestos, antes de fin de año para conseguir sus intereses, está dispuesto a saltar por encima de cualquier requisito legal: Es más: parece ignorar la importancia de la Cámara Alta, junto con alguno de sus aliados, puesto que el artículo 66.1 CE señala que «las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado». Por tanto, de acuerdo con el artículo 90.2 CE, el Senado puede oponer su veto legislativo, que no es definitivo, sino suspensivo, puesto que el Congreso puede superarlo por mayoría absoluta o, pasados dos meses, por mayoría simple. Pero eso complica los planes del señor Sánchez y, en vista de ello, ha optado por una decisión que va en contra del artículo 135 CE, de varios artículos del Reglamento del Senado y de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, no siempre muy coherente en las sentencias que ha dictado sobre la triquiñuela que el Gobierno quiere emplear ahora.
En efecto, para evitar el veto del Senado ante la reforma de la Ley de Estabilidad Presupuestaria, incluso contando con la expiración del plazo que el Congreso puede superar o utilizando el procedimiento de urgencia, ha realizado no una, sino dos infracciones reglamentarias. Por una parte, ha incluido una enmienda en el proyecto de ley orgánica de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que, entre otras cosas, desarrolla una parte judicial específica para desarrollar el pacto de Estado contra la violencia del género, una enmienda que modifica otra ley, la de Estabilidad Presupuestaria, para evitar el veto del Senado, en dónde el PP tiene mayoría absoluta. Con ello, contradice la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que, en varias sentencias, ha afirmado rotundamente que actuando así se incumple la exigencia de conexión de homogeneidad entre las enmiendas y los textos a enmendar (SSTC 119/211, 136/2011, 59/215, etc). Y, por otra, no se puede admitir que se legisle al mismo tiempo dos veces sobre una misma materia. Por consiguiente, cabría afirmar que incluso una actuación de este tipo podría ser inconstitucional. Pero, en todo caso, según el Reglamento del Congreso, la última palabra en este conflicto la tiene la Mesa del Congreso y, especialmente, su presidenta.
Sea lo que fuere, el hecho es que tenemos un Gobierno cada vez más débil que no podrá gobernar, mientras que los españoles exigen a gritos elecciones generales ya, pero como señala agudamente José Ignacio Torreblanca, «aprovecharse de un Gobierno central débil ha sido siempre la mejor estrategia del nacionalismo. También lo es para Podemos, así que cuanto más débil sea el Gobierno más sentido tiene apoyarle».
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.