Nunca se quejó, nunca faltó al trabajo, nunca perdió su elegancia natural ni esa alegría de quien sabe cumplir. Quiso a mi madre con locura hasta que Dios se lo llevó, momento en el que precisamente yo lo tenía entre mis brazos porque lo acababa de afeitar. El maldito cáncer. Su entierro fue multitudinario y la gente que pasaba frente a la iglesia preguntaba quién era el difunto, dada la aglomeración de personas que habían ido a dar su último adiós al señor Miguel. Desde El Portugués, limpiabotas algo raterillo que circulaba por los cafés de la plaza de Cataluña y aledaños hasta uno de los máximos directivos de banca de Barcelona; falangistas, libreros anarquistas, artistas de revista, travestis, repartidores de refrescos, viejas prostitutas que habían encontrado en casa siempre un plato de sopa y alguien a quien explicar las penas; también ex presidiarios, carteristas jubilados, policías de la secreta, taxistas, camareros, dueños de restaurantes de postín, vendedores de diarios, conductores de autobús, médicos de fuste, serenos y vigilantes, todo un abigarrado mundo de tipos y personas se arremolinaba alrededor del féretro de aquel hombre con lágrimas los ojos, estrechándome la mano, cumpliendo el papel de aquel que en la antigua Roma iba delante del cadáver gritando: “¡Ha vivido, ha vivido!”.
¿Cómo no iba a querer parecerme, siquiera de lejos, a este hombre? ¿Cómo podría atreverme a estigmatizarlo por el simple hecho de haber nacido varón?
Y es que el señor Miguel vivió mucho, nunca concedió la menor importancia a las cosas materiales, hizo del amor al trabajo bien hecho una cuestión de honor y de la necesidad de poseer una cultura una obligación. Me enseñó personalmente a leer y escribir y las cuatro reglas porque opinaba que eso no podía delegarse en nadie, me inculcó que los derechos no existían sin los deberes, me hizo ver que nadie es más que nadie, que no hay que hacer caso de nada que no sea tu conciencia, que se pueden barrer las calles con aires de príncipe y que ni todos los ricos son malos ni todos los pobres son buenos. Sabía aquilatar con una mirada la condición moral de cada persona sin juzgarla, no tuvo jamás un no para nadie que llamase a su puerta para pedirle lo que fuese, concedía más importancia al apretón de manos y la palabra empeñada que a cien notarios e hizo feliz a su familia.
Hubiera querido tener más tiempo para decirle lo mucho que le admiro, lo que le quiero, lo que le echo en falta, lo alto que me dejó el listón y el maravilloso ejemplo que ha supuesto no tan solo para mí, si no para todos quienes le conocieron. ¿Cómo no iba a querer parecerme, siquiera de lejos, a este hombre? ¿Cómo podría atreverme a estigmatizarlo por el simple hecho de haber nacido varón? ¿Saben quienes culpan al hombre solo por serlo lo injustos, egoístas, rencorosos y malvados que son?
El señor Miguel, mi padre, mi ejemplo, los miraría con esa sonrisa tan suya, cargada de bondad y no exenta de la ironía de quien ha visto mucho, y diría con acento murcianico: “Déjalos estar, Miguelico, que siempre habla el que tiene más por qué callar”. Ahora que se cumplirán cuarenta y cinco años de tu muerte, querido papa, sigo creyendo que eres el más sabio, bueno y cabal de todos los hombres que he conocido. Y sí, siempre habla quien debería estar calladico. Ni que fuera por prudencia.