El Partido Socialista parte de una posición ventajosa respecto a su principal rival a la hora de acceder al Gobierno: no pone reparos a pactar con formaciones nacionalistas que pueden hacer que un resultado poco boyante se traduzca en una mayoría parlamentaria. Vean, si no, la moción de censura de 2018.
Pedro Sánchez transformó el peor resultado del PSOE en el presente periodo democrático en una mayoría absoluta de 180 diputados, sumando a su candidatura más votos de otros grupos parlamentarios que del suyo propio. Entre ellos, jugando un papel imprescindible, los nacionalistas catalanes. Todos ellos en abierta rebeldía frente al acatamiento de las leyes, incluida la fundamental. Algunos, reconstruyendo como podían un espacio político desprestigiado por la corrupción cotidiana. (Recuérdese que la lucha contra esta lacra era, decían sus promotores, inspiración y motor de aquella moción).
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Su etapa al frente del ejecutivo, primero en solitario y luego en coalición, ha estado marcada por esta dependencia. Con la amputación como alternativa preferible a la mano tendida frente al centroderecha sistémico, el matrimonio de conveniencia entre la dizque socialdemocracia y el postcomunismo tiene que entenderse con los nacionalismos más excéntricos, valga la redundancia.
Hugo Sánchez es el máximo goleador de la Liga. Quedan trece años de pesetas. No hay canales de televisión privada. El primer Batman de Tim Burton arrasa en la taquilla. Existen Yugoslavia y la Unión Soviética. Hay que remontarse a esa España y ese mundo, el de 1989, para encontrar la última mayoría absoluta del PSOE.
Es una mayoría absoluta que necesita nota al pie. Fueron 175 diputados, pero estos resultaron suficientes por la ausencia toda esa legislatura de los parlamentarios de Herri Batasuna, en medio de la polémica sobre la adquisición o no de su condición de diputado al meter una coletilla jurando la Constitución. (Una sentencia del TC sobre este caso condenó a los españoles a escuchar los más surrealistas añadidos a los juramentos. Pero eso es otra columna).
En 1993, Felipe González necesitó de Convergència i Unió para ser investido por cuarta vez. Zapatero consiguió buenos resultados tanto en 2004 como en 2008, pero tuvo en ERC a un aliado fundamental para alcanzar el apoyo de la mayoría del parlamento en la aprobación de las leyes. Y con Sánchez la situación es la anteriormente descrita.
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De modo que hace alrededor de treinta años de la última vez que el PSOE gobernó el país sin tener en cuenta más que su propio criterio. En estas tres décadas, sólo ha habido otras dos mayorías absolutas, y ambas (2000 y 2011) han sido para el PP.
Los socialistas saben que en las próximas elecciones tiene únicamente dos opciones: pasar a la oposición o mantener el Gobierno con abundante apoyo externo. Ni las fuentes sociológicas y mediáticas más afines contemplan un escenario en el que Sánchez pueda seguir en la Moncloa gobernando con menos ataduras que las actuales.
Cuentan Fernando Garea y Alberto Prieto en este diario que algunos dirigentes del partido empiezan a reconocer entre susurros que el problema es su líder. Esto ya lo hemos vivido.
Pongamos que al Manual de resistencia se le acaban las páginas y, en efecto, se pierde el poder en 2023 (o principios de 2024). Será difícil que en ese contexto Pedro Sánchez no dé un paso atrás en Ferraz y abra una nueva etapa en el liderazgo del PSOE.
Ese partido tendrá entonces que decidir qué camino decide seguir: volver a Moncloa por el atajo o trazar un plan a largo plazo que, quizá, retrase la fecha del regreso pero permita que los españoles que nunca pagaron en pesetas sepan cómo es un gobierno socialista al que no le pase la gorra el nacionalismo. Quizá, quién sabe, veamos entonces alzar la voz a los barones más allá de los gestos de desmarque habituales en el año preelectoral en las autonomías.
En el fondo, el PSOE sigue teniendo pendiente encontrar al sustituto definitivo de Felipe González. O, al menos, de Zapatero. (Sánchez se presentó en 2014 como un continuador del primero y ha acabado siendo un remake del segundo).
La tarea suele quedar interrumpida porque aparece Moncloa cuando no se esperaba. Algunos lo considerarán un don. Y otros una maldición.