Esta decisión consuma el golpe al Estatut y socava el marco autonómico. La votación de ayer en la Cámara catalana, sumado a las amenazas a los funcionarios que se salten las leyes de desconexión, certifican la escalada de provocación de los soberanistas. Se trata de una hoja de ruta que, además de rebasar por completo la legalidad vigente, no hará más que aumentar la frustración de la sociedad catalana. Los nacionalistas, asaeteados por la pésima gestión pública y los casos de corrupción en el seno de la extinta Convergència, continúan empeñados en prometer una Cataluña independiente que no sólo choca con los más elementales principios de la racionalidad política de un mundo globalizado, sino que también lo hace con el ordenamiento jurídico. La Constitución recoge que la soberanía nacional reside en el conjunto de los españoles. Por tanto, y pese a las demagógicas soflamas sobre el falso derecho a decidir, lo cierto es que la democracia no cabe al margen del Estado de Derecho y del imperio de la ley.
Causa bochorno que el mismo Gobierno que lleva cuatro años instalado en la desobediencia, advierta ahora que castigará a los funcionarios que incumplan las normas encaminadas a la secesión. Además de una exigencia moralmente rechazable, se trata de una aberración jurídica en la medida que el Govern pretende exigir a sus empleados que acaten normas que quebrantan la legislación por la que se rige el autogobierno catalán. Resulta completamente inaceptable y surrealista que un representante de la soberanía popular –en este caso, Lluís Llach, diputado de Junts pel Sí–, amenace a los servidores públicos instándoles a incumplir la ley. Pero aún es más grave que tal coacción cuente con el respaldo expreso de Carles Puigdemont, quien ayer no dudó en arropar a Llach mientras arrojaba el pasado de lucha por las libertades de éste frente a las raíces franquistas de antiguos dirigentes del PP. Hasta este punto de miseria intelectual y de enfrentamiento verbal ha llegado la política catalana de la mano de Puigdemont y sus socios.
En todo caso, la Generalitat no está dispuesta a dar marcha atrás en su estrategia de insumisión acelerada, lo que exige una respuesta contundente por parte del Estado ante los escasos frutos de la Operación Diálogo impulsada por el Gobierno. El president confirmó ayer que fijará la fecha del referéndum antes del verano. Sus planes pasan por avanzar en los pasos legales hacia la secesión –el llamado Consejo Nacional para la Transición sigue redactando en secreto una eventual Constitución catalana– y en continuar abonando un falso choque de legitimidades entre las normas del Estado y las que emanan del Parlament. De ahí la relevancia de los funcionarios de la Administración catalana, cuyo papel es clave para que los independentistas puedan convertir sus bravatas en hechos consumados. Tanto en la organización y ejecución de una consulta ilegal separatista como en la materialización de la ruptura con el Estado.
Cabe subrayar que esta huida hacia adelante del independentismo catalán coincide con la entrada en la cárcel del primer miembro de los Pujol. Jordi Pujol Ferrusola, primogénito del ex presidente catalán, ingresó el martes en prisión sin fianza por evadir hasta 30 millones de euros en plena investigación judicial sobre la fortuna de su familia. Y la Policía Nacional registró ayer su casa y su despacho, así como los de su padre en Barcelona. Tal como hemos defendido reiteradamente, era incomprensible que no se hubieran tomado medidas preventivas contra el clan de los Pujol teniendo en cuenta la gravedad de las acusaciones formuladas por la Fiscalía.
Ahora sólo queda esperar que, aunque llega tarde, la Justicia depure las responsabilidades en todos los procesos que afectan a los Pujol, así como a todos en los que se ve salpicada Convergència. Pero, a estas alturas, es evidente que el proceso soberanista no es más que una coartada para tapar los recortes por la crisis, la ruina financiera del Govern y el lodazal de corrupción del partido que fundó Pujol, y que Mas y Puigdemont se están encargando de dilapidar.