Antonio Casado-El Confidencial
- El poder de las apariencias asocia el plantón de Mohamed VI al fracaso de la cumbre hispano marroquí
Parece broma de mal gusto vender la reciente cumbre hispano-marroquí como arranque de una etapa basada en la «confianza» y el «respeto mutuo», especialmente en cuestiones relacionadas con los respectivos «ámbitos de soberanía», cuando España pregona la marroquinidad del Sahara mientras Marruecos calla sobre la españolidad de Ceuta y Melilla.
En el campo de las relaciones internacionales, la llamada «política de gestos» es un componente esencial de la diplomacia pública. La ausencia del rey Mohamed VI ha arruinado la reciente cumbre hispano-marroquí. Y no por razones de causa mayor, sino por su real gana, con ánimo de molestar. Otro gesto inamistoso en la accidentada evolución del tratado de amistad firmado hace más de treinta años con previsión de cumbres anuales, aunque solo se han celebrado doce. Doce de treinta, ojo.
En la primera de estas cumbres (1993), González no compareció junto al primer ministro porque el poder efectivo lo tenía el rey
Fue notoria e indisimulada decisión del monarca priorizar sus vacaciones en Pont Denis (Gabón) por encima del deber de apadrinar un acontecimiento de primer orden en la política de buena vecindad con España. Conviene recordar que no es figura decorativa, sino que ordena y manda. De hecho, en la primera de estas cumbres (diciembre 1993, Madrid) el entonces presidente del Gobierno, Felipe González, no quiso comparecer en rueda de prensa junto al primer ministro marroquí porque consideraba que este no tenía el poder efectivo.
El plantón de Mohamed VI se ha comido mediáticamente a la cumbre. Y que al amigo marroquí le trae sin cuidado el daño que a la imagen de España puede hacerle el sobrevenido canje de una ausencia inesperada por media hora de conversación telefónica con el presidente español. Lo que hubiera durado una audiencia, como dicen en la Moncloa en sus patéticos intentos de minimizar el plantón.
La opinión pública pone la lupa sobre el papelón del Gobierno de Sánchez, aparentemente entregado a la voluntad de Marruecos como precio a pagar por la pacificación de unas relaciones en las que España siempre llevó las de perder. Y digo «aparentemente» a sabiendas del poder devastador de las apariencias sobre el bien superior en juego. En este caso, la «política de Estado», que es el argumento esgrimido por el ministro Albares en respuesta a la pedrada verbal del vicesecretario de relaciones institucionales del PP, Esteban González Pons, que había acusado a Sánchez de dejarse humillar y ceder en todo.
Al amigo marroquí le trae sin cuidado el daño que a la imagen de España le hace canjear el plantón por una charla telefónica
Se entiende que los Gobiernos pongan el interés del Estado por encima de lo demás, Pero no está escrito en ninguna parte que el servilismo sea el precio a pagar en la defensa del Estado. Hasta el desayuno con sapos está protocolizado en el mundo de la política nacional e internacional. De eso van los testimonios epistolares y los esfuerzos de Sánchez por justificar el volantazo promarroquí en el contencioso saharaui (inexplicada cancelación de medio siglo de neutralidad), la ruptura con Argelia o el alineamiento con los escaños ultraderechistas de Le Pen en el Europarlamento para arropar a Marruecos. Seguimos sin saber a cambio de qué, más allá del voluntarismo declarativo de Sánchez cuando habla de evitar «lo que ofrende a la otra parte en su esfera de soberanía». Él ha cumplido con su apuesta por el autonomismo del Sahara dentro de Marruecos, pero de nuestra soberanía sobre Ceuta y Melilla, ni media palabra en los 24 acuerdos y la declaración conjunta que han salido de la cumbre.
Ah, sí, todo eso nos remite a exigencias de mayor cuantía, en nombre del Estado. Ya, pero lo del plantón del rey de Marruecos es otra cosa. Una humillación innecesaria. Por su misma banalidad, que ni pone ni quita al interés de ambos Estados, pero recuerda la venganza del chinito que aprendimos en los patios de colegio.