Ignacio Camacho-ABC
- El pacto del TC transmite el nocivo mensaje de que la ecuanimidad es un lastre para ocupar puestos jurídicos relevantes
Cuando los constituyentes establecieron la mayoría cualificada para la elección de los integrantes del Tribunal Constitucional no estaban pensando en un simple reparto entre los partidos: yo acepto a tus candidatos y tú aceptas a los míos. Se trataba, por el contrario, de obligarles a buscar juristas capaces de generar consenso sobre sus propios perfiles, no sobre el procedimiento que en la práctica ha degenerado en un ‘quid pro quo’ grosero, basado en una afinidad rayana en la disciplina de criterio y en el que los dirigentes de las fuerzas mayoritarias han acabado renunciando incluso al derecho de veto con tal de poder nombrar a personas de su confianza a cambio de permitir que la contraparte siga el mismo método.
De este modo la Corte de Garantías se convierte en un correlato lineal de la representación política donde los dos magistrados nombrados por el Gobierno desequilibran en cada turno el signo de la mayoría. Y el sentido de las sentencias, salvo algún esporádico ejercicio individual de autonomía, se vuelve previsible mucho antes de que sean emitidas.
El método es más o menos idéntico en la mayoría de las democracias europeas, sólo que en ellas los jueces, una vez elegidos, suelen aferrarse a su estricto concepto de la independencia. En España la nomenclatura partidista es alérgica a las sorpresas, como el reciente pacto para la renovación del TC demuestra con toda crudeza. Al punto de que algún negociador se ufana de haber reclutado figuras de segura obediencia como quien moviliza soldados para una guerra. En el camino de tan celebrado acuerdo han roto incluso la tradición de reservar un cupo de puestos a miembros del Supremo, a los que se inflige el innecesario agravio de someter sus futuros veredictos a la revisión de profesionales de menor rango, cuando no directamente rechazados por falta de la mínima ecuanimidad ideológica exigible en el escalafón más alto. El exceso de sesgo que para alcanzar la cúpula de la carrera constituye un impedimento se transforma en manos de los políticos en un mérito para decidir sobre la constitucionalidad de las leyes o las violaciones de derechos.
El asunto es trascendente porque transmite el mensaje de que la objetividad es un lastre a la hora de dirimir conflictos sobre cuestiones claves en el funcionamiento de la democracia y el respeto a sus bases esenciales. Hasta ahora se venía manteniendo un cierto pudor estético que disimulaba la cooptación con un velo de rigor jurídico, autoridad intelectual o prestigio académico. Pero la polarización del debate público ha acabado con los remordimientos: fuera los moderados, los imparciales, los eclécticos. Se busca -y se encuentra- gente comprometida, aguerrida, sin complejos. Es el signo de los tiempos. El de una sociedad fracturada sin remedio en la que el trueque de sectarismos acérrimos es la única fórmula posible de entendimiento.