Isaac Blasco-Vozpópuli
- Alineado en el banquillo de la defensa, el fiscal general no mueve un músculo facial. Ni una mueca en su semblante
La puerta de la Sala Segunda del Tribunal Supremo está rematada con el mascarón de la cabeza de un romano cualquiera que quiere simbolizar el origen de nuestro derecho. Su rostro hierático apenas se distingue de los que coronan las de las otras cuatro salas del Alto Tribunal.
Desde el lunes pasado, a esta colección de caras se ha sumado, a su pesar, la del fiscal general del Estado, que en apariencia asiste a su juicio como si no fuera con él. Garabatea papeles y de vez en cuando mira por encima de las gafas con unos ojos sin vida.
Alineado en el banquillo de la defensa, con el peso de su alta magistratura sobre sus hombros, el procesado no mueve un músculo facial. Ni una mueca en su semblante, ni una sola reacción a lo que diga de él, no importa qué, el carrusel de testigos que ha desfilado por el TS durante las tres primeras jornadas del juicio. Entre los que me encuentro.
Álvaro García Ortiz es el primero de la fila, pero hay algo en él de jugador obstinadamente descartado en la convocatoria de cada domingo
La Sala es angosta, mucho menos amplia de lo que parece en la televisión. Álvaro García Ortiz se sitúa en el primer asiento de la fila, como si fuera el encargado de recibir. Al acceder a la mesa de declaraciones, se pasa a unos pocos centímetros de él. Casi rozando su toga. Es el primero de la fila, sí, pero hay algo en él de jugador obstinadamente descartado en la convocatoria de cada domingo.
El convento de las Salesas Reales es un poco de cartón piedra. En él se entremezcla su solemnidad dieciochesca con los carteles escritos a mano sobre cómo usar la cafetera o asearse después de mear. Es un edificio sin alma, hijo del gélido Siglo de las Luces. Soso. Y con exceso de caoba.
Hay también un negro adecentando el jardín del claustro mientras los recesos empujan a la gente a fumar entre buganvillas como si no hubiera un mañana.
Sale Juan Lobato, el yerno que cualquiera querría para sí. Es su cumpleaños, pero el rigor implacable de la Justicia, junto a su liturgia, no entienden de sentimentalismos. Dentro, ha exhibido sobre todo su peritaje de técnico de Hacienda en una deposición contenida, la que puede esperarse de alguien tan chirle como el lugar que lo acoge. Ha dicho ni sí ni no, con el esperado estrambote sobre el «ruido» que Moncloa pretendía generar con el dichoso correo de Alberto González Amador.
Lobato es ante todo pulcro: «Pienso que es un documento que, si no está certificado, mejor no utilizarlo, quería saber de dónde venía porque, si no, iba a transmitirse la apariencia pública de que se lo había dado la Fiscalía». Luego se fue al notario, pero nadie sabrá nunca si seguiría instalado en ese «ruido» de no haberse sabido por ABC su prestancia a secundar el juego de su partido en la instrumentalización política de las miserias tributarias de un ciudadano cualquiera que duerme cada noche con un puntal del PP.
El exsecretario general del PSM se ha permitido, además, dos excesos: cuestionar la legitimidad del origen de los correos que le endilgó la amnésica Pilar Sánchez Acera para fustigar a Isabel Díaz Ayuso y, sobre todo, presentarse con un portafolios del PSOE, muy comentado para su extrañeza: «Es que yo soy socialista«. Comparado con lo que hay, quién puede dudar de esto último.
La jornada de este pasado miércoles ha sido singularmente esclarecedora, con un juicio paralelo en torno a la militancia periodística que nada tiene que ver con el objeto de la causa. Hasta uno de ellos ha concluido que el enjuiciado «es inocente» dado que tuvo acceso seis días antes que él al correo por cuya filtración está chupando banquillo. Como si un redactor tuviera la misma obligación de custodia de datos críticos que el máximo responsable del Ministerio Público. «Es inocente», ha dicho.
Pero el fiscal general ha seguido haciendo dibujitos, mirando a veces por encima de las gafas con unos ojos sin vida.