Somos unos seres esencialmente morales y preocupados por el kantiano ‘qué debo hacer’. La pregunta por la ética no es un adorno de la civilización ni un desvarío intelectualista, sino algo tan ‘natural’ como vivir. Porque el ser humano quiere poseer un sentido para su vida, y ese sentido sólo puede proporcionárselo el sentimiento de rectitud.
El incidente fue nimio. A Schleck se le saltó la cadena de su bicicleta cuando atacaba a Contador a pocos kilómetros de la cima. El corredor español no le esperó, sino que aprovechó el momentáneo parón de su rival para sacarle ventaja en la meta. Un incidente menor en una actividad lúdica que, sin embargo, se convirtió en el tema predilecto de análisis de tertulia y café durante días, incluso entre quienes no gustan del deporte ciclista. ¿Actuó bien o mal el corredor español? ¿Qué debía haber hecho en la situación en que se encontró? ¿Qué dicen las normas ciclistas para ese caso? ¿O es que no hay normas?
Lo interesante del conflicto no es su concreta solución, sino el que pone de manifiesto de una manera vívida el hecho de que las personas somos, sobre todo y ante todo, unos animales normativos. Es decir, unos seres a los que la cuestión del ‘deber ser’ les apasiona, que ante una situación insólita y poco nítida en su resolución se devanan el seso para intentar establecer ‘qué debería haber hecho’ el implicado. Lo cual es tanto como intentar establecer una jerarquía entre los valores en disputa (éxito, equidad, justicia, patriotismo) y, sobre todo, fijar cuál sea la regla o norma aplicable al caso. Nos resistimos a admitir que pueda existir algo así como un mundo sin normas, un mundo en el que no dispongamos de unos asideros evaluativos para determinar lo que está bien o mal. Nuestra reacción ante la realidad humana es, invariablemente, la de cuestionar el valor o corrección de las conductas desde el patrón de juicio de unas normas. Y cuando éstas no existen (o no son fáciles de descubrir) nos lanzamos en tropel a la tarea de crearlas (discutiendo).
Este impulso íntimo del ser humano (por lo menos en su versión occidental) pone en solfa muchas de las asunciones más comunes de nuestra cultura. En efecto, nos complace creer y proclamar que el hombre de nuestras sociedades odia las reglas, que las siente como limitaciones externas de su espontaneidad, de su autenticidad y de su identidad. Que las soporta por una mera resignación utilitaria, porque sin reglas el mundo se convertiría en una selva, pero que el ideal de una vida humana plena es el de un individuo desvinculado de cualquier norma que no sea la de su propia realización feliz. Que las instituciones sociales y políticas (que no son en el fondo sino densos complejos de normas) son en general opresivas e inútiles para las personas. Y, sin embargo, a la primera de cambio, un nimio incidente nos demuestra implacable que no es así, que somos unos seres esencialmente morales y por ello preocupados por el kantiano ‘qué debo hacer’, unos buscadores infatigables de la regla de conducta que pueda satisfacer nuestra conciencia crítica. Que la pregunta por la ética no es un adorno rebuscado de la civilización ni un desvarío intelectualista, sino algo tan ‘natural’ como vivir. Porque el ser humano quiere poseer un sentido para su vida, y ese sentido sólo puede proporcionárselo el sentimiento de rectitud (o su alarma automática que es el sentimiento de culpa).
No entro en cuál fuera la solución correcta del enigma Schleck-Contador (aunque como ciclista aficionado el tema me apasiona), pero me parece sumamente significativo el sesgo predominante en la opinión pública, es decir, la inclinación general a favor de lo que se percibe borrosamente como ‘juego limpio’, y que es tanto como excluir de la competición el riesgo del azar fortuito. Porque demuestra, creo, la difusión de un cierto sentimiento de moralidad interpersonal que va más allá de las reglas más tópicas e inflexibles de la moral liberal clásica. En efecto, ésta predicaba que una vez garantizada la igualdad de oportunidades iniciales, y excluida desde luego la interferencia injusta de terceros, la carrera de la vida no tenía en cuenta los imponderables fortuitos o la mala suerte de cada uno. Causar el mal al otro para aprovecharse uno mismo estaba mal, pero aprovechar las situaciones fortuitas que pudiesen generarse sin mala voluntad de nadie para prosperar uno mismo era algo moralmente neutro. Ni bueno ni malo, era un puro hecho: es la vida, se dice.
Será por el intenso sentimiento de igualitarismo predominante en nuestras sociedades democráticas, será por una mayor sensibilidad y empatía con la figura de la víctima, pero lo cierto es que la opinión mayoritaria no acepta hoy que la mala suerte sea considerada un hecho neutro de consecuencias inexorables. Más bien exige que la sociedad (el juego) le ponga remedio restaurando la posición original igual de las personas (los corredores). Y si no se hace así, lo reprocha al beneficiado por la desgracia del otro en forma de silbido moral.
Claro está que la sociedad no es una carrera televisada que contemplamos desde el sillón y que enjuiciamos desde la lejanía desprejuiciada del espectador. Pero también es cierto, lo señaló Ortega, que el deporte es un lujo vital que se practica con una tranquilidad espiritual que hace más sencillo percibir las reglas y los deberes implicados en esa actividad. Y que pueden ser muy enriquecedores para nuestra comprensión del mundo social y, sobre todo, para orientarnos en él. Por eso el incidente deportivo me ha resultado esperanzador.
José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 23/7/2010