JORGE BUSTOS-EL MUNDO

Tardaremos años en coser el desgarro institucional que está produciendo el sanchismo, esa agencia de viajes matrimonial con cargo al dinero de los españoles y a los votos de quienes odian serlo. «La cuestión no es que Rufián sea un portero de discoteca carnicero, porque eso ya lo sabíamos, el problema es que el carnicerito abre y cierra la válvula del regulador que te proporciona oxígeno para seguir en La Moncloa». Este whatsapp no me lo manda un diputado de la oposición: me lo manda un diputado que lo fue todo en el PSOE y que sabe que será purgado en las próximas listas. Está condenado al silencio de los corderos y a mí me gustaría que lo rompiera en público, pero al menos él no es como otros susanistas que se rebajan a pelotear a Adriana Lastra en la esperanza de prorrogar su nómina pública. A Lastra, que en vez de salir en defensa de Borrell se apresuró a disculpar al matón de ERC que «tan solo amagó» con escupirle cuando pasó a su lado. Pero claro, Josep tiene su carrera hecha y Adriana es… Adriana.

El pánico a perder el escaño amordaza la voluntad de los culos de carné pero todavía no embota sus inteligencias tanto como para no convenir en la terrible degradación, en la vileza parlamentaria de esta bochornosa hora española en la que solo la ausencia de pistolas nos distancia de los años 30, cuando Pasionaria amenazaba al banco de la oposición directamente con el asesinato. Respecto de eso el escupitajo constituye un progreso, ciertamente. Mejor un zoo de llamas escupidoras que un cementerio.

Era cuestión de tiempo que el menos sanchista de los ministros, Josep Borrell, recuperara algo de su orgullo herido por la sumisión a un tipo como Pedro Sánchez, cuya catadura personal solo difiere de la de Rufián por la ficción que crea el desahogo de sus asesores. Solo Borrell en este gabinete de violinistas del Titanic conserva la elocuencia y el arrojo para poner en su sitio a Gaby, el bubónico payaso del serrín y del estiércol. Aunque en su sitio, que es la calle, lo puso Ana Pastor en una de las mejores decisiones de su carrera, si bien le sobró el lacrimógeno discursito posterior de reivindicación propia –«¡Me han llamado institutriz!»– cuando a quien queríamos oír es a Borrell, no a Pastor. La bancada entera de Ciudadanos se levantó en bloque para aplaudir al ministro de Exteriores, pero la víspera Tardà había llamado fascista siete veces a Albert Rivera y los socialistas entonces se rieron por lo bajo. Por eso todo el mundo en ese hemiciclo odia a los naranjas: porque después de apaleados aún tienen la elegancia de aplaudir al adversario cuando coinciden con él. En eso, como en la independencia judicial o el pactismo a varias bandas, denotan una extravagancia casi extranjera, pese a su profesión de españolidad.

La sesión deparó algunas otras miserias. La incomprensible decisión de Pablo Casado de elegir el día después del marchenazo para presumir de respeto a la separación de poderes en una pregunta sobre Andalucía. La psicopática capacidad de Sánchez para disociar el Sánchez hablante del Sánchez actuante cuando reprocha a Casado que se haga muchas «fotitos». La soviética fantasía de Pablo Iglesias de que Bankia nunca deje de ser un banco nacionalizado porque, ya se sabe, los bancos públicos son paradigmas de transparencia gestora (y a Moral Santín lo encontramos en la calle). La ridícula soberbia que Carmen Calvo vuelca sobre Dolors Montserrat cada miércoles como si Carmen Calvo supiera distinguir entre un gobierno constitucional y uno constitucionalista. El rifirrafe tabernario entre Dolores Delgado y Rafa Hernando, dos personas distintas y una sola naturaleza. La sombra recesiva estilo 2009 que sondeé en los ojos de Montoro, a quien felicité por elaborar los próximos Presupuestos Generales del Estado, como de costumbre. Pero la rufianada lo opacó todo, lo envolvió todo en el gran abrazo de fango donde chapotea ya el parlamentarismo español, cieno hasta las rodillas, garrote goyesco en las manos.