EL CONFIDENCIAL 25/10/15
CARLOS SÁNCHEZ
Así fue. La Unión del Centro Democrático obtuvo en las primeras elecciones democráticas tras la dictadura 165 diputados (a once de la mayoría absoluta) con sólo el 34,4% de los votos. Es decir, una especie de milagro de los panes y de los peces gracias a la conversión de votos en escaños. El segundo partido, el PSOE, con apenas cinco puntos porcentuales menos de representación en las urnas (muy cerca del 30%) obtuvo 118 diputados, lo que significa 47 congresistas menos. Así es como nació el bipartidismo, un sistema político diseñado para garantizar la estabilidad política en unos tiempos duros. Muy duros. Y que ahora algunas formaciones desprecian como si la democracia hubiera sido una especie de carta otorgada caída del cielo.
Es obvio que ese escenario es el que ahora amenaza con quebrarse, tal como avanzan las encuestas. Pero también es evidente que es muy probable que tras el 20-D el sistema electoral se convierta realmente en un asunto esencial en las negociaciones entre la lista más votada y el tercer partido, que inevitablemente está llamado a ser la bisagra del sistema político (salvo que se pacte una gran coalición). Al menos durante la siguiente legislatura.
Es probable que tras el 20-D el sistema electoral se convierta en un asunto esencial en las negociaciones entre la lista más votada y el tercer partido
No se trata de un asunto menor. Los cambios en los sistemas electorales suelen embarrar la vida política de forma radical. Hasta el extremo de que muchos ciudadanos pueden pensar que determinadas decisiones no se han tomado con la legitimidad suficiente. El célebre divorcio entre escaños y urnas. Al fin y al cabo, la representación popular es sagrada y cualquier alteración planificada (o maquiavélica) del resultado electoral es una vulneración de la democracia.
No quiere decir esto, sin embargo, que el sistema actual no sea democrático. En absoluto. Los sistemas electorales no son en sí mismos -salvo excepciones- ni buenos ni malos. Lo relevante es que las reglas del juego -el reparto de escaños- sean asumidas por los ciudadanos y el mecanismo de recuento sea transparente. No es mejor democracia la de Israel, con sistema electoral radicalmente proporcional, que la de EEUU o Reino Unido, con un sistema mayoritario en el que el partido ganador se lo lleva todo circunscripción a circunscripción. Ni Francia es mejor democracia que Alemania (o viceversa) porque ambos países tengan sistemas electorales diferentes.
D’Hondt, el matemático belga
Lo importante es que tanto los partidos como los ciudadanos entiendan que cualquier sistema electoral es tan arbitrario -o tan justo- como cualquier otro. Y no está claro que eso se vaya a producir tras el 20-D, cuando fuerzas emergentes se den de bruces con la implacable aritmética de la regla que puso en circulación el matemático Víctor D’Hondt en el siglo XIX, cimentada sobre una realidad incuestionable: se eligen 350 diputados y no 400 (techo constitucional), lo que merma la proporcionalidad. De hecho, y dado que la representación mínima inicial de las provincias suma 100 escaños (dos por cada una de las 50 circunscripciones), más los dos diputados que corresponden a Ceuta y Melilla, eso significa que los escaños distribuidos en proporción a la población sean realmente 248. Aquí es donde se juega el partido.
En 27 circunscripciones se eligen cinco o menos diputados, lo que significa que allí se ventilan 98 diputados. Por lo tanto, el 28% de los escaños
Otro dato a tener en cuenta. En 27 circunscripciones (incluyendo las ciudades autónomas) se eligen cinco o menos diputados, lo que significa que allí se ventilan 98 diputados. Por lo tanto, el 28% de los escaños pese a que este territorio representa poco más del 10% de la población española.
Eso quiere decir que en esa España ‘interior’ se eligen tres diputados más que la suma de Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla y Alicante (las provincias con mayor población), precisamente los territorios en los que las fuerzas emergentes (fundamentalmente C’s, Podemos y las distintas mareas ciudadanas) obtuvieron mayor representación en las últimas municipales y autonómicas.
Este choque de realidad con la matemática electoral puede tener imprevisibles consecuencias. Al fin y al cabo, el sistema de representación está montado para apuntalar un sistema bipartidista en el que el tercer partido (el PCE en 1979) nunca ha obtenido más de 23 diputados. Doblando de forma generosa la apuesta, es probable, como señalan algunas encuestas, que el tercero en discordia el 20-D obtenga 50 o 60 escaños, pero con tres o cuatro millones de votos, lo cual generaría una terrible paradoja: el tercer partido, que será el árbitro del sistema político en la próxima legislatura, será el más perjudicado por la ley electoral que ampara el bipartidismo.
Una cuestión de incentivos
Parece evidente que para cambiar esta realidad, su obligación será presionar al partido mayoritario para que cambie las reglas de juego. Pero no es menos obvio que el ganador del sistema no tendrá ningún incentivo para modificarlo. De ahí la importancia de este asunto, que amenaza con bloquear toda la legislatura.
Entre otras cosas, porque partidos como C’s y Podemos, que han emergido con fuerza en una situación de crisis económica y corrupción política sin precedentes, saben que no volverán a ser tan determinantes como ahora salvo que sean capaces de provocar cambios en la ley electoral. Salvo, lógicamente, que ganaran las elecciones, y entonces, paradójicamente, no tendrían ningún incentivo para cambiar las reglas del juego.
El legislador constitucionalizó que la circunscripción fuera la provincia por lo que sólo una reforma de la Carta Magna podría cambiar el statu quo
El problema es todavía mayor si te tiene en cuenta -de ahí el adjetivo de maquiavélico- que el legislador constitucionalizó que la circunscripción electoral fuera la provincia, por lo que sólo una reforma de la Carta Magna podría cambiar el statu quo. Algo más que necesario teniendo en cuenta que la actual ley electoral (heredera de un decreto previo a las elecciones de 1977) incumple manifiestamente el propio mandato constitucional, que ordena la existencia de “criterios de representación proporcional”. Y que lleva en sus entrañas una cuestión de fondo, como es el hecho de que entrega a los partidos nacionalistas una enorme capacidad de decisión a la hora de formar Gobierno debido a que el umbral de representación se sitúa en el 3%.
Sin duda, un problema mayúsculo que sólo la cordura puede resolver. Pero para eso sólo se requiere un clima de entendimiento y una cultura del pacto de los que hoy carece el sistema político, como se vio en la última sesión de la legislatura, en la que los partidos mayoritarios se tiraron a degüello en un país con el 22% de paro y con graves problemas de cohesión y desigualdad social.
Los sistemas electorales, al fin y al cabo, son el mejor antídoto para evitar que la política se convierta en un sindicato de intereses. O lo que es lo mismo, que dos partidos se repartan el bacalao alterando el resultado de las urnas a través de la aplicación de la aritmética electoral en beneficio propio. O, por el contrario, que alianzas contra natura en cuestiones esenciales (como ha sucedido recientemente en Portugal) provoquen resultados no deseados por el elector, a quien se engaña con programas que van a la basura. Los límites a la proporcionalidad son la propia decencia de los partidos. Pero un sistema que ningunea el voto por vivir en Soria o Madrid es una auténtica calamidad.