Ignacio Camacho-ABC
- Tal parece que para contar con la deferencia de este Ejecutivo es menester haber cometido previamente algún delito
De los tres últimos presidentes de la Generalitat, uno está en fuga de la Justicia y los otros dos han sido inhabilitados. Además ha sido depuesto un Gobierno entero, hay una portavoz parlamentaria imputada y un exvicepresidente y una docena de consejeros encarcelados, lo que significa que durante al menos ocho años Cataluña ha estado gobernada por un grupo de delincuentes habituales, una cuadrilla de malhechores sistemáticos culpables de conspirar contra la convivencia de los españoles y de tratar de privar de su nacionalidad a la mitad de sus conciudadanos. Todo ello sin contar al clan Pujol, tronco primigenio de una estirpe política dedicada a la rapiña institucional bajo el rentable reclamo de la mitología diferencialista y del victimismo identitario.
En la nomenclatura nacionalista catalana resulta cada vez mas complicado encontrar un dirigente capaz de ocupar un alto cargo sin la amenaza, inmediata o potencial, del horizonte penitenciario.
Por alguna razón de orden más psicológico que político -se llama hibristofilia en el argot psiquiátrico- el actual Gobierno de España muestra una inquietante tendencia a elegir sus socios preferentes entre esa colección de perdularios cuyo principal y confeso objetivo consiste en la destrucción del Estado. Tanto Sánchez como Iglesias parecen víctimas de una suerte de «síndrome de Barrabás» que les empuja a mostrarse solícitos con sediciosos convictos, jueces prevaricadores, propagandistas xenófobos o terroristas en comisión de servicio -como llamaba a Otegui el bueno de José Mari Calleja, que en paz descanse- que ni siquiera fingen estar arrepentidos. El líder de Podemos incluso ha defendido a un antisistema al que un jurado popular -¡¡la justicia de «la gente»!!- ha declarado oficialmente asesino. Se diría que para ganarse la deferencia o la empatía de este Ejecutivo es menester haber cometido previamente algún delito.
Quizá esto explique que la «coalición de progreso» tenga entre ceja y ceja al poder judicial, que todavía se niega a interpretar las leyes como el sanchismo quisiera y se empeña en hacerle literalmente la(s) puñeta(s). Esta semana promete al respecto emociones intensas: para asentar el principio de una legitimidad nueva se necesitan magistrados «comprometidos» -la palabra es de Iglesias- en la impostergable tarea de instaurar un Derecho de izquierdas. Lo de Torra no deja de ser una anécdota; estaba amortizado hasta por los suyos, que lo tienen por un títere y un majareta. Sin embargo la condena desatará en el separatismo la pulsión de la protesta, aboca a unas elecciones que complican al presidente sus previsiones estratégicas y reactiva las movilizaciones callejeras en un curioso duelo de fuerzas entre el miedo a la pandemia y el anhelo de independencia. Pero a ver qué propagandista, por hábil que sea, convence ahora a la opinión pública de que Madrid es el problema.