Tonia Etxarri-El Correo
Como tantos otros políticos que nos ha dado la historia, Carles Puigdemont está presentando síntomas de desesperación. Sintiéndose aislado, empieza a arrastrar en su propia caída al propio templo con los filisteos dentro. Indicios del virus suicida que se conoció, en tiempos bíblicos, como el ‘síndrome de Sansón’, uno de los últimos jueces del pueblo de Israel famoso por su fuerza y su escaso cerebro a pesar de creerse muy astuto. El ex presidente de la Generalitat ha creído protagonizar actos heroicos donde solo existió una huida cobarde de la Justicia mientras sus compañeros de aventura del golpe a la Constitución corrían distinta suerte. Se ha creído capaz, como el hebreo Sansón, de poder luchar contra el Estado democrático como si fuera un león al que vencer con sus propias manos, con una declaración unilateral de independencia. Ha fantaseado con derribar el templo (España) con los filisteos dentro, por el mero hecho de instalarse en Waterloo.
Quienes se han medido con él en la política catalana lo definen como «mentiroso compulsivo»; y no me refiero únicamente a Inés Arrimadas. No hace mucho dijo que solo iría de candidato a las elecciones europeas como ‘número dos’ de Junqueras. Y ya hemos podido comprobar, una vez consumada la bronca sorda entre los neoconvergentes y Esquerra, cómo se ha impuesto en una lista del PDeCat que ni siquiera se votó en el consejo nacional.
Tan solo la insinuación de que el lehendakari Urkullu faltó a la verdad en sede judicial denota su nivel de irresponsabilidad. Porque un testigo que presta declaración ante un tribunal, si miente, incurre en delito de falso testimonio. Cuando Urkullu acudió a la sede del Tribunal Supremo dijo la verdad. Como no podía ser de otra manera dada su condición de testigo. Pero esa obviedad la tuvo que subrayar a través de unas declaraciones después de que Puigdemont le hubiera puesto en un aprieto. Le vino a llamar desmemoriado, insinuando que había mentido. Por la sencilla razón de que el relato del lehendakari le había perjudicado. Urkullu había terciado, a instancias de Puigdemont, a finales de 2017. Pero el entonces presidente de la Generalitat se echó para atrás. Incumplió su palabra de convocar elecciones con la excusa de que el Gobierno de Rajoy no había dado garantías de no aplicar el artículo 155. En el fondo se sintió incapaz de soportar la presión pública. En el relato de aquellos días se habla, curiosamente de la «rebelión»; de la calle. Aquel ambiente que incluía el tuit de Rufián afeándole que flojeara «por 155 monedas» fue muy gráfico. Reconocer su debilidad no le favorece a Puigdemont. Se ha ido distanciando de ERC. Se ha enfrentado a Junqueras. Y ha purgado los carteles electorales de moderados de su partido para rodearse de los presos provisionales que le van a secundar sin rechistar. Fantasea con recoger su acta de eurodiputado como si no hubiera ocurrido nada. Confundiendo inmunidad parlamentaria con impunidad. Inventándose un mundo paralelo como el Estado catalán que quiso crear embarcando a más de dos millones de ciudadanos. Sus últimos ataques al lehendakari han quemado las naves entre el PNV y los neoconvergentes que nada tienen que ver ya con Roca i Junyent y Duran i Lleida. El PNV no puede asumir un cartel al Parlamento europeo presidido por un prófugo de la Justicia que está laminando la trayectoria de su propio partido. Por eso busca posibles pactos con Coalición Canaria y Compromiso por Galicia. Fin de un ciclo de alianzas provocado por un iluminado.