Dice el periodista británico Douglas Murray en este artículo de la revista Unherd que una de las reglas más elementales de la lógica recomienda no molestarse en defender aquellas tesis cuya idea antagónica sólo podría ser esgrimida por un loco.
El eslogan black lives matter, por ejemplo. ¿Qué asociaciones, qué políticos, qué gobiernos, qué muchedumbre de saqueadores de ultraderecha defienden la idea de que «las vidas de los negros no importan»?
O el eslogan electoral del que habla Murray en su artículo: Caminemos hacia un futuro luminoso. ¿Quién defiende la idea de retroceder hacia un oscuro pasado? ¿Cuántos votos conseguiría alguien que dijera eso en una campaña electoral?
Pero cientos de miles de manifestantes, apoyados por las elites políticas, empresariales y culturales occidentales, desde Barack Obama hasta Justin Trudeau o Billie Eilish y desde Nike hasta Ikea, Apple, Goldman Sachs, Amazon, Bank of America, Barclays o el japonés Softbank protestan hoy en defensa de una idea –la de la no discriminación– sobre la que existe un consenso total.
Una idea, además, cuya antítesis no es defendida por casi nadie relevante o siquiera levemente influyente.
La excepción a ese «casi nadie» es, precisamente, la clase de personas para las que se han escrito los Códigos Penales occidentales desde los tiempos del derecho romano. El resto es pastueño consenso. Ese consenso llamado civilización.
Como en el caso del procés, una rebelión de las elites de la región catalana contra la molesta tendencia de su servicio doméstico a hablar en español, las protestas por la muerte de George Floyd han acabado convertidas en una revuelta de las elites contra la plebe por la preeminencia no ya política, financiera y cultural –pues esa ya es suya– sino moral. La única que les faltaba para completar el pack de la hegemonía ideológica total.
Prueba de esa moral impuesta mediante la violencia y la coerción social son las pintadas de «racista» sobre la estatua de Winston Churchill en Parliament Square.
Esas pintadas son lo que el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz llama «ideas lujosas». Aquellas que sólo pueden ser esgrimidas por las elites porque el coste de su estupidez sólo puede ser asumido por los ricos.
Otro ejemplo. El «racismo sistémico» del que hablan los manifestantes en Minneapolis, en Chicago, en Filadelfia, en Atlanta.
Este artículo del USA Today explica en qué consiste ese «racismo sistémico».
La alcaldía de Minneapolis está en manos de los demócratas desde 1978. Chicago lleva 89 años bajo control demócrata y su actual alcalde es una mujer negra. Filadelfia ha tenido alcaldes demócratas durante 68 años. Tres de los últimos cinco han sido hombres negros. Seis de los siete últimos alcaldes de Atlanta han sido demócratas. El último de ellos es una mujer negra.
Lo inquietante de estas protestas, violencia aparte, no es el hecho de que vayan dirigidas contra un fascismo, un racismo o un patriarcado sistémico que no existe. A fin de cuentas, allá cada cual con sus molinos.
Un poco más inquietante es el hecho de que las protestas se hayan convertido en una señal de estatus de las elites para diferenciarse de esas clases trabajadoras ajenas a unos códigos capaces de producir ideas no ya falsas, sino majaderas, como la de que uno de los principales responsables de la derrota del fascismo, el verdadero, era en realidad un redomado fascista.
Más inquietante aún es la idea de que las culpas no son nunca individuales, sino colectivas en tanto que consecuencia de una injusticia social que lo empapa todo y de la que es imposible escapar.
La idea de que las culpas son colectivas es pura y dura barbarie. Los principios penales de la responsabilidad individual y de la trascendencia mínima, es decir, la idea de que la pena no debe recaer más que en la persona imputable, no son construcciones machistas, o fascistas, o patriarcales, o racistas, sino garantías básicas del derecho penal.
Fuera del perímetro delimitado por esos principios básicos del derecho está, precisamente, aquello contra lo que la muchedumbre dice luchar. El fascismo.
El ejemplo más claro de ese principio de la culpabilidad colectiva es el Sippenhaft de la Alemania nazi. La tesis de que los acusados de crímenes contra el Estado transmiten su responsabilidad a sus allegados, y muy especialmente sus familiares. De acuerdo al Sippenhaft, los ciudadanos alemanes podían incluso ser condenados a muerte por los delitos de sus parientes.
El ideólogo del Sippenhaft fue Heinrich Himmler, líder de las SS, que se basó en una antigua tradición teutona que castigaba al clan entero por los crímenes de uno de sus miembros.
Está, en fin, todo inventado.
Habrá que llevar cuidado con la Generación Z. Esa que se cree que ha descubierto un nuevo continente político cuando sólo ha hecho que dar la vuelta completa al globo para acabar en el punto de partida de sus bisabuelos. El derecho penal del nacionalsocialismo.
Quizá de ahí su odio a Winston Churchill.