Javier Rupérez, diariocritico.com, 21/7/11
En realidad, España, como cualquier otro país, y más allá de los inevitables condicionamientos geográficos -geoestratégicos, dirían los expertos- tiene en el mundo el sitio que se quiera labrar. Ese imaginario lugar depende fundamentalmente de la solidez, o de la falta de la misma, que los españoles y sus instituciones quieran dar a su vida colectiva. Ello no constituye una profesión de fe voluntarista sino la constatación de un hecho: la España aislada del franquismo poco o nada contaba en el mundo internacional mientras que la vigorosa España de la transición y de los años inmediatamente posteriores, en la práctica desde 1975 hasta el 2004, adquirió un protagonismo progresivamente afianzado y respetado en el ámbito internacional, protagonismo velozmente malbaratado por la España sin pulso interior -y consiguientemente nulo exterior- que se mueve de manera espasmódica a partir de 2004.
Ese itinerario de aciertos y fracasos, con sus correspondientes análisis, hace recordar varias verdades elementales. La primera: no hay mejor política exterior que una buena política interior. La segunda: toda política es, al fin y a la postre, política doméstica. La tercera: gran país es aquel que, con independencia de su tamaño, hace de la fiabilidad y de la previsibilidad de sus comportamientos los pilares fundamentales de su reputación nacional e internacional. No hace falta sesudos razonamientos para comprender las razones por las que la política exterior de España, su sitio en el mundo, tiene hoy el carácter desvalido que con razón le otorgan observadores propios y ajenos.
El sitio de España en el mundo está definido en primer lugar, o así debería serlo, por la defensa de sus intereses como nación y los de sus ciudadanos como personas. Entre ellos naturalmente se encuentran los relativos a la seguridad de nuestras fronteras y los correspondientes a la defensa de nuestra integridad territorial, con todo lo ello comporta.
Esos mismos intereses pueden ser defendidos mas allá de los espacios de nuestra soberanía nacional y en colaboración con nuestros socios y aliados cuando entendamos que la correspondiente acción bélica está justificada para proteger en la lejanía los mismos intereses de que se trate: políticos, económicos, culturales, morales o de cualquier otro tipo.
España, tantas veces se ha dicho, no puede escapar a su definición como “potencia regional de primer orden” y ello comporta derechos y obligaciones de los que no podemos ni debemos abstraernos y que incluyen la participación que nuestros recursos permitan en las actividades conjuntas que defina la comunidad internacional con el fin de garantizar paz y estabilidad en determinados sectores del mundo. Es esa una de las manifestaciones más visibles de lo que hemos venido en llamar “globalización”, fenómeno cuyos efectos no deberíamos contemplar con un ánimo puramente pasivo y seguidista. Como tampoco sería acertado que la definición de nuestras participaciones exteriores nos viniera dado desde afuera sin una adecuada aportación de ideas y propuestas propias –en definitiva, del análisis de nuestros propios intereses-.
Los intereses nacionales de España y de los españoles no pueden quedar sacrificados acríticamente en el altar del espejismo multilateral. La colaboración activa de España con las organizaciones internacionales, que ciertamente debe ser mantenida y robustecida, no debe convertirse en un fin en sí mismo sino en un medio para conseguir legítimos intereses propios: una mayor presencia y protección de nuestros ciudadanos y de nuestras empresas en el mundo.
Interés especifico de España, y al cual debería prestar atención especial nuestra política exterior, es la promoción de nuestra lengua. El español es idioma compartido hoy por más de quinientos millones de habitantes en el mundo, vehículo reforzado de comunicación y cultura en todo el planeta y un vigoroso refuerzo del aspecto cultural de nuestra diplomacia debería concentrarse en procurar su mejor conocimiento y expansión a partir de aquellas zonas y países en los que es patrimonio propio.
En particular, ahora que la misma fuerza demográfica hace del español una lengua mayoritariamente americana, sería urgente que esa labor de promoción lingüística se concentrara en Europa, y más específicamente en el territorio de los miembros de la Unión Europa, con la finalidad de corregir políticas que, bajo torpes excusas para consumo doméstico, han degradado la presencia del español en las instancias comunitarias y consiguientemente en el aprendizaje del mismo en toda la Unión: la protección y cuidado que merecen las lenguas cooficiales españolas no puede hacerse a costa del idioma que en el mandato constitucional y en la realidad practica es el único común para todos los españoles y los hispanohablantes.
España es un país europeo, democrático y occidental y esos tres adjetivos definen y engloban, en su doble dimensión geográfica e ideológica, la naturaleza del sitio que España debe ocupar en el mundo. La triple adjetivación tenía hace treinta años, cuando España no era en plenitud ninguna de las tres cosas, un propósito programático, hoy superado por la realidad de los hechos: España es una democracia consolidada, miembro pleno de la Unión Europea y parte integrante de la Organización del Tratado del Atlántico Norte.
Cumplido el objetivo de la pertenencia es hoy indispensable, y lo será cada día que pase, el plantearse el modo de participación, de manera en que en ambos terrenos, el de la integración europea y el de cooperación político- militar atlántica, nuestro país sepa combinar las demandas de los intereses nacionales con las exigencias de un mundo cambiante, prometedor pero al mismo tiempo arriesgado e impreciso. La Unión Europea, éxito innegable, se debate hoy en los límites de su misma proyección, a caballo entre los progresos integracionistas y las reivindicaciones de las soberanías nacionales, en un horizonte de consolidación pero también de interrogantes: ¿cabe más unificación?, ¿hay un futuro para la Europa de la defensa?, ¿podemos presumir que haya un día para los Estados Unidos de Europa?, ¿dónde están las fronteras definitivas de la Unión?, ¿cabe Turquía en ellas?, ¿y Ucrania?, ¿y Rusia? Preguntas ellas y muchas otras –la central, por ejemplo, de la coordinación de las políticas económicas y fiscales en la zona de la unión monetaria- sin fácil respuesta pero a las que España debería aplicar una elemental metodología: siempre dentro de la Unión –no en vano los españoles siguen siendo los más europeístas de los ciudadanos de los países miembros- pero con una estricta focalización en nuestros intereses y en nuestros planteamientos, modos y maneras.
Existe un multilateralismo, que raramente osa decir su nombre, que consiste en sacrificar pública y sonoramente en su altar mientras lo que de verdad se persigue es que los demás conviertan en dogma bien pensante lo que al principio no era otra cosa que una visión nacional propia. Desprovista de la connotación cínica que le descripción pudiera encerrar, ese debería ser al análisis que España aportara en su participación en la UE. Y de hecho también en otras instituciones internacionales, sean intergubernamentales –como la ONU y su familia- o supranacionales- como en parte lo es la Unión Europea-.
La OTAN, exitoso superviviente de la Guerra Fría y como la UE poderosos imán de atracción para las nuevas democracias de la ancha Europa -son hoy 27 los miembros de la Unión y 28 los de la OTAN- tiene hoy poco que ver con la alianza militar que se circunscribía al teatro europeo, organizaba sus defensas para hacer frente a los soviéticos y descartaba cualquier acción “fuera del área” descrita por la zona euro atlántica del Tratado de Washington. También la OTAN es víctima de dudas existenciales, agravadas por el carácter siempre circunstancial de las alianzas militares y por la permanente y manifiesta disparidad de participaciones entre el socio mayoritario -los Estados Unidos- y todos los demás. Su utilidad sigue siendo sin embargo innegable y fundamental la supervivencia de su estructura, ya que no necesariamente de su formato originario, para canalizar y en la medida de lo posible fomentar la cooperación aliada en el terreno de las múltiples amenazas que hoy acechan a las democracias occidentales. Y de entre las cuales la del terrorismo no es precisamente la menor.
Para España, como para el resto de los aliados, la OTAN encierra y encarna tres importantes e insustituibles ventajas: es una relativa garantía de nuestra propia seguridad, es el elemento que define nuestra relación defensiva multilateral con los Estados Unidos y es el marco en donde se sitúan nuestras relaciones bilaterales con la potencia hegemónica. Desaparecidos de nuestro discurso político interno las soflamas del “OTAN no, bases fuera”, superadas incluso las inútiles discusiones escolásticas sobre nuestro modo de participación en la estructura militar de la Alianza, ésta ofrece a nuestras necesidades político -defensivas los que la UE ofrece para las de tipo político- económico. Aquí merece un subrayado la innegable conveniencia de mantener con los Estados Unidos unas relaciones bilaterales que, rebasando lo puramente militar, puedan ser definidas por el ámbito de la proximidad y de la mutua conveniencia que caracterizaron esas relaciones desde principios de los años noventa hasta el año 2004.
La evidente multiplicación de centros de poder en las relaciones internacionales no debe hacernos olvidar el peso significativo que los Estados Unidos sigue manteniendo en todos los aspectos de la vida internacional y sus carácter de líder del mundo ideológico y político al que España, tempranamente tras la muerte de Franco, decidió acertadamente pertenecer. Unas buenas relaciones con los Estados Unidos no excluyen ni precluyen la exploración de otras relaciones más distantes o menos intensas ni suponen una subordinación automática al interés de la gran potencia. Pero el alcance de nuestras políticas en tres zonas indispensables para nuestras intereses –Europa, Iberoamérica, el Magreb- se puede ver potenciado si las relaciones hispano norteamericanas son fluidas, intensas y previsibles. Precisamente lo que dejaron de ser a partir del año 2004.
Tiene España en Iberoamérica un poderosos elemento de individualización en el perfil de su ser internacional. La Comunidad Iberoamericana de Naciones, con su incipiente institucionalización, y las Cumbres anuales de Jefes de Estado y de Gobierno han contribuido a dotar de un cierto impulso a esa realidad, a su vez favorecida por la masiva inversión de capitales españoles en los países de la zona, por una activa política de cooperación al desarrollo y por el fortalecimiento de lazos culturales.
Es visible sin embargo algún cansancio en la evolución de la Comunidad, financiada casi exclusivamente con aportaciones españolas, y en cuyas reuniones son cada vez más frecuentes las ausencias de los primeros representantes de los países miembros. A España le conviene corregir con premura esa tendencia, que de continuar acentuaría la impresión de irrelevancia del conjunto. No es fácil adivinar cuáles son los instrumentos adecuados para conseguirlo, más allá de la constatación de la homogeneidad cultural y lingüística que anima al conjunto.
Las obligaciones que ha contraído España por su pertenencia a la UE no siempre coinciden con los intereses de sus “hermanos” iberoamericanos, que en gran parte, y a pesar de los doscientos años transcurridos desde las primeras independencias coloniales, siguen mostrando una relación de amor-odio con la “madre patria”. Añádase a ello el carácter políticamente fracturado de la realidad política del continente, que no deja de salpicar, quiérase o no, a España y a sus relaciones con los países del área y el carácter limitado de los acuerdos adoptados en las Cumbres Iberoamericanas para concluir en la existencia de un panorama necesitado de reformas. Sin olvidar que otras iniciativas globales o regionales promovidas desde el mismo continente compiten con la Comunidad y que, en un retorno irónico, el país que dentro de pocos años será después de Méjico el que albergue la mayor cantidad de hispanohablantes del mundo no forma parte de la organización.
Se trata, como se habrá podido adivinar, de los Estados Unidos. Quizás conviniera menos ambición y más simbolismo, al contrario de lo que en principio se pensó. Quizás importara que las reuniones dejaran de tener el oneroso carácter anual que anualmente ostentan. Quizás España, que desde el principio del proyecto ha subrayado su voluntad igualitaria, debiera ahora hacerlo menos y prestarse más a un papel que abandonara las incidencias del momento para subrayar su carácter de “primun inter pares”. El papel y el prestigio de la Corona podrían prestarse positivamente a ello.
Cuentan mucho las vecindades en la descripción del sitio que cualquier país ocupa en el mundo y ello es especialmente cierto para aquellas proximidades que, por decirlo de una menar oblicua, no resultan homologables. No hay problemas dignos de mención en nuestra vecindad con Portugal o con Francia. Las hay, evidentemente, con Marruecos y, en menor medida, con Argelia. Sin por ello olvidar el resto de los países de la mediata vecindad magrebí: Mauritania, Mali, Túnez, Libia. Predicar para todos ellos la voluntad de mantener las mejores relaciones de cooperación y expresar para todos ellos la voluntad y el deseo de encontrar estabilidad y prosperidad son propósitos indispensables e insuficientes.
La posición de España en el extremo sur del Mediterráneo occidental nos expone, querámoslo a o no, a una frontera de tremendas diferencias socioculturales, económicas, religiosas e ideológicas a las que no podemos responder solo con propósitos bien intencionados. Una apuesta coherente y responsable por el desarrollo de esos países, todos ellos por lo demás sometidos ahora a las incertidumbres de las “primaveras árabes”, debe ir acompañado de una política de firmeza para conjurar los principales peligros que desde allí nos acechan: el terrorismo, la inmigración ilegal, el tráfico de drogas. Sin olvidar las necesidades de defensa, militar si necesario fuera, de Ceuta y de Melilla y el permanente factor de inestabilidad que supone la disputa entre Marruecos, Argelia y el Frente Polisario por el Sahara Occidental y que tantas salpicaduras ha tenido y puede seguir teniendo sobre nuestra política exterior e interior.
No hay recetas preestablecidas para atender a ese “arco de crisis” nacional que no sea la práctica de una política contenida y realista, que en cada momento evalúe los factores en presencia, sus ventajas y sus riesgos y que actúe en consecuencia. La búsqueda de un consenso entre las fuerzas políticas españolas en ese y en otros terrenos de nuestra política exterior contribuiría a dotar de fortaleza y credibilidad a las decisiones que eventualmente se adoptaran. España no puede ser “pro marroquí” o “pro argelina”. Está en nuestros intereses que sea “pro española”.
Hablando de vecindades se puede traer aquí a colación la complicada que desde 1713 mantenemos con el Reino Unido de la Gran Bretaña a través de Gibraltar. Es larga de la lista de las inconveniencias que para nuestros intereses nacionales supone la continuación de la presencia colonial británica en el Peñón. Tanto como para hacer incomprensible una descripción de nuestro sitio en el mundo sin hacer mención a la reivindicación española sobre el pequeño territorio.
Desgraciadamente pasividades seculares españolas e impúdicas osadías británicas, acentuadas ambas por la manifiesta incompetencia, rayana en la culpable desidia, con que el tema ha sido abordado por parte española en los últimos siete años hacen que la reclamación del “Gibraltar español” se sitúe hoy en un horizonte tan lejano como para hacer todavía más visible el intento de Londres de convertir a la antigua “crown colony” en un país independiente. Cualquier sitio digno que para España se quiera reservar en el mundo tendrá que vérselas con el incomodo tema, para intentar enderezar al menos un comienzo de contundente coherencia en la demanda de los gobiernos españoles y una correspondiente comprensión por parte británica de que, a diferencia de lo que ha podido llegar a deducir en tiempos recientes, Gibraltar si importa para España y la falta de solución al problema si afecta negativamente a las relaciones entre los dos países. En la vida en general y en la internacional en particular resulta siempre dolorosa la sensación de ser tomado a beneficio de inventario –o por el pito del sereno, según el grado castizo que se quiera dar a la expresión-. No es otra la situación de España en el contexto del contencioso gibraltareño.
España, país democrático, debe inspirar su política exterior en los valores y en los principios que rigen nuestra vida nacional y en las versiones de los mismos que se encuentran en los principales textos internacionales: el mantenimiento de la paz, la defensa y la promoción de los derechos humanos, el respeto a las normas de derecho internacional que rigen las relaciones entre los Estados, etc. Su sitio en el mundo estará naturalmente más cerca de aquellos países que se inspiran de las mismas normas que de aquellos que siguen pautas de conductas totalitarias o abiertamente dictatoriales.
El sitio de España en el mundo no es el de un país neutral o no alineado, en la medida en que esas categorías siguen teniendo vigencia tras el Final de la Guerra Fría. No es neutral porque tiene convicciones firmes y claras sobre la conducta de los asuntos internacionales y está alineado con aquellos que participan de las mismas ideas. La medida en que intereses y principios sean combinados en cualquiera de las situaciones concretas será cuestión peliaguda y no siempre de fácil solución. ¿Hacemos coincidir intereses y principios, de manera que sean aquellos, en un ejercicio de cinismo, los que dominen toda la conducta de la política exterior o por el contrario debemos practicar una política basada únicamente en ideales de manera que “fiat iustitia ut pereat mundus”? La respuesta, como no podía ser de otra manera, está en una palabra: realismo.
El sitio de España en el mundo está con sus amigos, con aquellos con los que comparte visión, proximidades varias, filosofía política y práctica, pero no es misión de España la de ir repartiendo mandobles ideológicos a los que no se encuentran en la hermandad de los afines. Ese realismo, teñido también de orientaciones ideológicas muy precisas, contribuirá a que nadie se llame a engaño por lo que de España quepa esperar. Y asimismo dará fiabilidad a nuestra propia política: nada es más contraproducente que confundir al propio y crear falsas expectativas en el extraño. Precisamente lo que con tan pobres resultados se ha seguido en relación con la Cuba castrista, donde España, país europeo, democrático y occidental, nunca debería haber mostrado simpatía, esperanza o complacencia. No era ese el sitio de España en el mundo.
Javier Rupérez es Embajador de España
Javier Rupérez, diariocritico.com, 21/7/11