Carlos Sánchez-El Confidencial
- La subida del SMI, que es una potestad del Gobierno, se ha convertido en una ceremonia de la confusión. Una subida marginal para no reconocer que se trata, en realidad, de una congelación
Paul Samuelson, padre del manual que han devorado durante décadas generaciones de economistas, solía decir que las buenas preguntas son siempre más interesantes que las respuestas fáciles. Pero en el caso de la revalorización anual del salario mínimo —una obligación legal plasmada en el artículo 27 del Estatuto de los Trabajadores—, no ha habido ni preguntas inteligentes ni respuestas lúcidas. A lo sumo, lo que se ha producido es una enorme ceremonia de la confusión. ‘Vuelva usted mañana’, solía decir el Gobierno cuando se le ha preguntado por la subida.
No es frecuente que los más de un millón de trabajadores afectados por el SMI hayan tenido que esperar a septiembre para conocer las intenciones del Gobierno, y, de hecho, es la primera vez que sucede en casi 60 años de historia del SMI. Se trata de algo muy singular, teniendo en cuenta que el incremento no depende de una compleja negociación con sindicatos y empresarios (que solo deben ser consultados) ni de suficientes mayorías parlamentarias, ya que se trata de una potestad exclusiva del Gobierno de turno que cuenta con toda la legitimidad para hacerlo por real decreto, que por su propia naturaleza no debe pasar por el Parlamento.
Ni mucho menos depende de lo que opinen los expertos (se creó una comisión ‘ad hoc’), toda vez que la cuantía del SMI está en el centro de la economía política de cualquier Gobierno, y, por lo tanto, no se puede delegar la decisión, salvo que se quiera marear la perdiz, o ganar tiempo, como se prefiera, para decir “estamos en ello”, que ha sido la respuesta hasta ahora, y a la que se refería con un cierto desdén el economista Samuelson. Pocas cosas son más ideológicas —con el soporte técnico que se quiera— que decidir cuál debe ser el sueldo ‘decente’ de un trabajador que le permita vivir con dignidad para no caer en la espiral de la pobreza.
Como esto lo sabía el Ejecutivo mejor que nadie, cabe suponer que lo que ha habido es, en realidad, y no es ningún secreto, un debate intenso en el Ejecutivo entre sus dos almas más emblemáticas: Calviño y Díaz. Es evidente que quien ha ganado el pulso ha sido la vicepresidenta económica, que ha logrado que el incremento que se propone, apenas un 1,58%, sea residual en términos económicos. Es más, casi inocuo teniendo en cuenta que los 15 euros de subida por mes, como ha revelado CCOO (ni siquiera lo ha hecho formalmente el Gobierno, para seguir enredando la madeja), entrarán en vigor a partir de la semana próxima, lo que significa (al no poder tener carácter retroactivo) que durante casi las tres cuartas parte del año se ha producido una congelación del SMI. Precisamente, coincidiendo con el mayor incremento de los precios en una década (3,3% en agosto). Y al alza, habida cuenta del acelerado repunte de los precios energéticos.
Pobreza laboral
Como el bando ganador (Sánchez y Calviño) no ha querido que la victoria haya sido total, el salario mínimo subirá, al menos, una cifra simbólica para que Unidas Podemos salve la cara. Quince euros por cuatro meses de aplicación en 2021 son 60 euros para el conjunto del año, cantidad que dividida entre los 12 meses de un ejercicio representa un incremento de cinco euros mensuales (sin contar pagas). Esa es la subida real para un trabajador que haya tenido empleo durante todo el año, lo que es infrecuente, ya que la pobreza laboral se concentra en los empleos más precarios, en particular los de tiempo parcial.
Eso sí, se ha conseguido lo que se pretendía, que era huir de la palabra ‘congelación’, a la que Rajoy (y otros gobiernos) no hicieron ascos durante años, lo que explica que ahora haya que ir deprisa y corriendo para lograr el objetivo de la Carta Social Europea (60% del salario medio).
Los ocho meses largos transcurridos, sin embargo, han tenido un cierto coste de oportunidad. Hubiera dado tiempo para estudiar en profundidad si el diseño actual del SMI se corresponde con una sociedad económica muy compleja que, además, está articulada en territorios muy diferentes. Como le gusta decir al presidente de la CEOE, 1.000 euros no son lo mismo en Extremadura que en Madrid, lo que explica que muchos expertos han propuesto tener en cuenta la capacidad de compra. Es decir, una especie de SMI ‘a la carta’ en función del poder adquisitivo de los territorios, lo que incluso podría favorecer una cierta convergencia entre regiones, ya que las más ‘baratas’ podrían tener una ventaja competitiva respecto de las más caras, como sucede en el comercio global. La cara amarga es que sus habitantes estarían condenados a ser más pobres que el resto, lo que rompería la cohesión territorial.
No solo eso. En algunos países, y para no penalizar a los más jóvenes, cuya inserción laboral es más difícil, el salario mínimo de entrada es menor, pero cumplida una cierta antigüedad en la empresa se normaliza. En España, hasta el final de los años noventa, se discriminaba por la edad (hasta los 18 años se cobraba menos), pero entonces se cambió la ley, lo que para algunos especialistas puede explicar, en parte, las altas tasas de empleo juvenil. La negociación colectiva está, precisamente, para resolver estos desajustes.
España, hay que recordarlo, ratificó el convenio de la OIT sobre salarios mínimos en abril de 1930, no fue un invento del franquismo, como muchos creen, lo que da idea de que se trata de un asunto que viene de lejos. En los últimos años, incluso, algunos países como Reino Unido, Alemania o Irlanda se han incorporado a la lista, inaugurada por Nueva Zelanda hace más de un siglo. Países de larga tradición liberal y de desregulaciones en el mercado laboral, como EEUU, también lo tienen. Pero lo adaptan en función de las circunstancias económicas. No es el caso de España, con un diseño de SMI completamente obsoleto.