JAVIER RUPÉREZ , EL IMPARCIAL 11/01/13
Toda política totalitaria —y la que practica el nacionalismo lo es- tiene en el catálogo de sus recursos la manipulación del lenguaje. Son los nacionalistas, en el peor sentido de la palabra, “orwellianos”, de aquellos que encuentran su inspiración en el “1984” del infame Ministerio de la Verdad, y estrictamente “estalinistas”, decididos a truncar la foto si la realidad no coincide con sus deseos. Una de sus más recientes y exitosas aportaciones a la nomenclatura se encuentra en ese palabro, hoy tan repetido, del “soberanismo”.
Con orígenes en los medios nacionalistas vascos, y tanto da que fueran “moderados” o “radicales” sus creadores, la expresión comenzó a recoger fortuna con el plan Ibarreche, al que su mismo descarriado autor calificó, si la memoria no falla, de “soberanista”. La intención, como siempre en estas argucias semánticas, es la de despistar al personal y hacer pasar de matute una mercancía que en el mundo real tiene otros nombres. “Secesión”, por ejemplo. O “independencia”. Si bien se mira, el “soberanismo” aparece como propuesta menos agresiva de lo que la realidad que pretende esconder significa: la ruptura de la unidad de España, el ataque frontal a la Constitución de 1978, la desaparición del país llamado España.
Con eso del soberanismo los nacionalistas de cualquier laña quieren transmitir al personal un mensaje de ofendida pudibundez a todo los españoles que están contentos con la posibilidad de seguir siéndolo, algo así como “no os enfadéis, que esto es cuestión de nada: un referéndum por aquí, un diálogo por allí, y cada cual a su casa, que ancha y grande es la de Europa”. El hecho es que en todos los medios de comunicación y en las conversaciones del común lo del soberanismo ha conseguido lugar de privilegio, de manera que el referéndum que la coalición CIU-ERC plantea no recibe el adjetivo “secesionista”, o “independentista” o “rupturista” o incluso “antiespañol”, sino el aparentemente inocuo o angelical de “soberanista”.
Algo parecido —al fin y al cabo son los mismos polvos y los mismos lodos- ocurre con el “derecho a decidir”, ese que, según nacionalistas vascos y catalanes, falta en su panoplia de libertades, como si la Constitución se hubiera quedado corta al enumerarlas. Pero no hace falta haber estudiado trigonometría para comprender la falacia del tal derecho y de su misma formulación. ¿”Derecho a decidir” qué, cuándo, en qué circunstancias? ¿O es que acaso los españoles desde el mismo momento de la aprobación de la Constitución en 1978 no están regularmente decidiendo sobre su presente y su futuro al elegir a sus representantes en todos los niveles en que se articula la vida nacional? El “derecho a decidir” que no osa decir su nombre oculta el supuesto derecho a derogar de manera ilegal y subrepticia las normas de convivencia que se dieron masivamente los españoles a través de la Constitución y que comienzan por reconocer a España como “patria común e indivisible de todos los españoles”. Porque si en esta España de tantas carencias algo precisamente sobra es precisamente el “derecho a decidir”. ¿O es que acaso los catalanes no lo han hecho al proporcionar un sonoro y bien merecido varapalo a las propuestas independentistas de Artur Mas y compañía en las recientes elecciones autonómicas de Noviembre de 2012?
De origen también nacionalista, y también m’as vasco que catalán, dicho sea de paso, que en esto del manejo del castellano los del Cantábrico han sido siempre mas diligentes que los del Mediterráneo, es esa desafortunada utilización del término “país” en su acepción de “hacer país”, o “política de país”, o “interés de país”. El propósito de ocultación es también evidente: la fórmula esconde la referencia a la entidad territorial cuya independencia se predica pero cuya propuesta queda agazapada en una palabrería aparentemente innocua —y morfológicamente espantosa-. Pero la ramplonería de la formula ha tenido tal éxito que figuras públicas de cuya españolidad no cabria dudar la utilizan incluso para referirse a España y evitar referirse al interés nacional español, por ejemplo. Y es que en esto de la manipulación del lenguaje y la correspondiente contaminación los nacionalistas —los totalitarios-han sido siempre maestros. Y aunque no sea previsible que con ello ganen el Premio Nobel de literatura no les falta la tozudez para intentarlo. Se inspiran en aquel pastor guipuzcoano que al haber adquirida gran destreza en el manejo de la honda practicaba el lanzamiento de cantos todas las noches de luna llena para intentar llegar al satélite terrestre. No lo consiguió, pero llegó a ser el mejor hondero de la comarca.
“Soberanismo”, “derecho a decidir”,” interés de país”, y expresiones similares, son vocablos torcidos que deberían quedar proscritos de los libros de estilo públicos y privados de aquellos que querrían reservar para el lenguaje la exigencia de trasparencia y honestidad que hoy universalmente se exige en el diálogo político. Sabemos que sus autores no van a renunciar a su uso. Procuremos al menos que los creyentes en la razón española y constitucional no caigan en la trampa de su diseminación. Las palabras también las carga el diablo. Más si es nacionalista. Y en esta complicada tesitura es imprescindible no aumentar más la confusión con piruetas semánticas. Al pan, pan, y al vino, vino, que decían los clásicos.
JAVIER RUPÉREZ , EL IMPARCIAL 11/01/13