Luis Ventoso-El Debate
  • No se han necesitado ni dos meses para que los laboristas anuncien la receta habitual de la izquierda: una subida de impuestos de efectos contraproducentes

El socialismo no funciona, pero también es cierto que hay políticos socialistas buenos, malos, regulares… e infames (y ya nos entendemos). Entre los buenos cabe citar al patriota inglés Clement Attlee (1883-1967), soldado en Gallipoli y herido en la campaña de Mesopotamia, que sirvió como viceprimer ministro de Churchill llevando la maquinaria del Gobierno durante la II Guerra Mundial.

Las lenguas más mordaces calificaban al pequeño Attlee de insignificante. Lo apodaban «el pigmeo». Orwell llegó a decir: «Es como un pez muerto». Se trataba de un abogado graduado en Oxford de aspecto anodino. Un lector voraz, que se hizo socialista cuando en su primer empleo, en un club para adolescentes con problemas, respiró la miseria lacerante de los muelles del Este de Londres.

Los británicos, siempre originales, en 1945 hacen algo increíble: echan del Número 10 a Churchill, el gran héroe que acaba de ganar la guerra, y eligen como primer ministro a su segundo, el gris laborista Clement Attlee. El Reino Unido está exangüe tras el inmenso esfuerzo bélico. Los votantes consideran que para sobrellevar las penurias de la posguerra es menester que el Estado intervenga a fin de repartir y ordenar lo poco que hay.

Pero Attlee representaba la antítesis del típico socialista continental de su tiempo. Era anticomunista y apoyó el embrión de la OTAN y la disuasión nuclear. Cuando el ala más radical del laborismo coqueteaba con el rojo vivo, les advertía de que la línea divisoria no debía trazarse entre comunismo y capitalismo, sino entre dictadura y democracia.

Fue además un excelente organizador, que sentó los duraderos pilares del Estado del bienestar británico, en especial con la creación en 1947 del NHS, el servicio nacional de salud.

En 1951, un Churchill ya bastante cascado recuperó el poder. Pero el éxito de Attle fue tal que su modelo pervivió, incluso bajo gobiernos tories: nacionalización de servicios, impuestos altos, fuerte dominio sindical, regulación estricta y generosos subsidios.

En 1956, la crisis de Suez despierta a los ingleses de la fantasía de que todavía son una potencia imperial (aunque algunos todavía lo siguen creyendo, de ahí el Brexit). Gran Bretaña llega deprimida a los años setenta. El sistema que había ideado Attlee, que pudo funcionar ante una emergencia, se ha convertido en un corsé que lastra el crecimiento económico y el dinamismo de la sociedad.

Y aquí aparece la obstinada hija de unos tenderos de la Inglaterra eterna, licenciada en Químicas en Oxford, pero envenenada por la política y admiradora de las ideas liberales de Hayek. Es Margaret Thatcher, que en 1979 se muda al Número 10 para desmontar la losa socialista que está aplatanando al país.

Thatcher afloja las cadenas sindicales, reduce la regulación, baja los impuestos y promete crear «un país de propietarios». En el fondo, lo que hace es colocar un enorme cartel imaginario sobre las Islas, que viene a proclamar lo siguiente: el capital de todo el planeta es bienvenido.

Y le sale bien. Con el baño liberal, Londres se convierte en un imán global y una locomotora que tira de todo el país. El Reino Unido deja atrás la depre y la pesadilla inflacionaria. Se abre una ventana de cierta prosperidad.

Cuando llega al poder el carismático Blair, un presunto laborista que en realidad era tan socialista como Feijóo liberal, se percata de que la idea de Thatcher es la conveniente. Lo inteligente es mantener al Reino Unido como un país pro negocios. Y eso hace.

En 2010, los conservadores recuperan el poder, que ostentarán hasta 2024. Pero Cameron, convertido tras su triunfo en el referéndum escocés en un ludópata de las urnas, comete un error capital: un referéndum sobre la UE, que organiza por puro electoralismo para frenar al partido eurófobo UKIP. En 2016, el Brexit nacionalista dobla el pulso a todo el establishment. La Inglaterra postrada, eclipsada por el brillo metropolitano de Londres, propina un puntapié nacionalista al sistema.

Pero el Brexit no trae la cosecha mágica prometida por sus promotores. De hecho, hoy llegan más inmigrantes que antes y el despegue comercial nunca se ha producido. A ello se une una lógica fatiga de materiales de los tories tras catorce años de gobierno. El resultado es que los laboristas vuelven al poder, de la mano del aseado abogado sir Keith Starmer.

¿Qué salida tenía el Reino Unido tras su arriesgado Brexit? Pues convertir a Londres en una suerte de Singapur en el Támesis. Apretar el acelerador liberal. Atraer inversión ofreciendo al mundo un país de regulación baja e impuestos suaves, en contraste con la atosigante hiperregulación de la UE y su fiscalidad abrasiva. Pero han elegido todo lo contrario: ponerse de nuevo en manos socialistas.

En su campaña electoral, Starmer evitó desvelar si iba a subir impuestos o no, alegando que antes tenía que estudiar las cuentas. Pero poco ha tardado en sacar lo que lleva dentro. Esta semana ya ha anunciado la inefable subida fiscal propia de todo gobierno socialista. Aunque a diferencia de nuestro sofista español, lo ha hecho con el sensato argumento de que hay que cuadrar las cuentas y de que los servicios públicos no se pueden financiar a deuda.

El Reino Unido prueba de nuevo con «un poco de socialismo», experimento que siempre falla. Retornan a la ruta de lo que Hayek llamó en su obra maestra el Camino de servidumbre, que es por donde caminamos en España.

(Continuará).